martes, 29 de junio de 2010

La anomalía como sistema. Por Hermann Tertsch

Hasta en Estados Unidos, el secretario del Tesoro cita expresamente a España como excepcionalidad.

NO fuimos pocos los españoles, civiles y militares, que reaccionamos con perplejidad ante el nombramiento en su día como ministra de Defensa de una política socialista, Carmen Chacón, que sólo había destacado por su sectarismo, su pacifismo antimilitarista y el nacionalismo catalán que con tanto celo practican los charnegos. Ese celo, tan propio de Montilla, la llevó a solidarizarse con el actor Pepe Rubianes cuando este entonó su célebre «Puta España». Más de 1.700.000 citas tiene el «Puta España» en Google. Más de 21.000 citas relacionan el «Puta España» con la ministra de Defensa. Estarán de acuerdo con que da cierta impresión de que se eligió al animal equivocado para cuidar a las gallinas. Ahora parece que existe un inmenso interés por quitar a Ejército y Guardia Civil el lema de «Todo por la Patria». Debe de molestar a alguien este lema tradicional, tan querido y tan lógico para unas fuerzas militares dedicadas precisamente a eso, a darlo todo, incluida la vida, por la Patria. Pero no, «Todo por la Patria» parece un lema ofensivo para algunos. Y «Puta España», un lema al que adherirse. Reconocerán aquí una cierta anomalía. Pero ésta se ha convertido ya en sistema. Patrocinada por Zapatero, que es en sí la mayor anomalía que sufre este país. La que nos aleja cada vez más de la normalidad de los países desarrollados de nuestro entorno.

Curiosa anomalía también la que supone que nuestro Parlamento celebre una solemne ceremonia, bajo presidencia del Rey, en honor de las víctimas —que por supuesto aplaudimos—, pero siga sin revocar el permiso que dio a Zapatero para negociar con la banda. ¿Cuánto hemos de esperar para que se revoque esa vergonzosa resolución? Quizá tanto como para saber quiénes fueron los altos mandos policiales que colaboraron con ETA en el escándalo Faisán y quién les dio la orden. El hecho de que mandos policiales colaboren con los asesinos de sus subordinados resulta una anomalía tan macabra que sólo se puede explicar como acto de suprema obediencia. Por eso nos preguntamos a quién debían obediencia. A las víctimas no se las honra sólo con sentidos homenajes, sino persiguiendo a sus verdugos y quienes colaboran con ellos. La anomalía que suponemos ya en Europa es la que habíamos logrado dejar de ser durante la transición y que precisamente los enemigos de la transición se han ocupado de reimplantar. Hasta en Estados Unidos, el secretario del Tesoro cita expresamente a España como excepcionalidad. Con Grecia. Anomalía son sin duda ciertos personajes de este Gobierno que producen vergüenza ajena cuando hablan aquí y vergüenza nacional cuando lo hacen fuera. En fin, el catálogo es ya infinito porque lo ha generado la subcultura ideológica y el desprecio a la cultura, a la tradición intelectual, a la verdad y al valor de la palabra de ZP y su tropa.

ABC - Opinión

Secesión. Spain is not Catalonia. Por Pablo Molina

Desde ayer, muchos españoles apoyamos entusiásticamente el proyecto soberanista catalán. Más bien el propósito independentista español, pues en la tesitura actual lo más apropiado es que España se independice de Cataluña y así todos contentos.

Quién nos iba a decir que un día acabaríamos apoyando las tesis soberanistas de Carod Rovira y el resto de la muchachada separatista, pero el hecho es que, desde ayer, muchos españoles apoyamos entusiásticamente el proyecto soberanista catalán. Más bien el propósito independentista español, pues en la tesitura actual lo más apropiado es que España se independice de Cataluña y así todos contentos.

De esta manera el resto de España no oprimiría a los jardineros de ERC, ahora con cochazo oficial y un sueldo diez veces mayor de lo que corresponde a sus merecimientos académicos, ni al resto de la clase política catalana, que ha hecho del agravio constante una letanía cansina con que justificar el latrocinio de los fondos comunes.

La iniciativa de independizarnos de Cataluña puede parecer injusta hacia los catalanes que quieren seguir siendo españoles. Tal vez lo sea y es una pena, pero lo cierto es que a muchos nos preocupan bastante más nuestros hijos, condenados a financiar durante toda su vida las francachelas de unos políticos regionales de los que sólo van a recibir el insulto y el menosprecio como pago.


No estamos dispuestos a que nuestros descendientes paguen los pecados de un sistema que no eligieron, ni a que tengan que abonar la diferencia resultante para que Cataluña permanezca en un lugar de la clasificación financiera de las comunidades autónomas que no le corresponde por culpa del latrocinio y la locura estrambótica de sus dirigentes. Tampoco queremos que nuestros hijos vivan en un país que trata a una de sus regiones como si de otro Estado se tratara, negociando transferencias e infraestructuras de forma particular a despecho de la solidaridad entre todos los españoles tal y como establece la constitución, desde ayer derogada "por la fuerza vinculante de los hechos", que diría un famoso vendedor de informes jurídico-políticos al mejor postor.

Si es cierto que Cataluña se ve abocada al atraso secular por culpa de la rémora que le supone pertenecer a España, lo más apropiado es que se convierta de una vez en un Estado independiente, con su deuda pública, sus productos sujetos a los aranceles y cupos de la Unión Europea y el molt honorable Josep Montilla de comandante en jefe de sus fuerzas armadas.

Como la constitución del 78 no existe desde ayer, ni siquiera sería necesario guardar las formas previstas para su transformación. En todo caso, después de la sentencia del Estatut, el Tribunal Constitucional es muy capaz de confirmar "con eficacia jurídica interpretativa" que la secesión de un territorio es perfectamente factible de acuerdo con la carta magna.

Y después de Cataluña el resto de las regiones que quieran seguir sus pasos. No hay que escandalizarse ni recurrir al sentimentalismo histórico para evitar lo que ya es inevitable. Se trata únicamente de una decisión utilitarista. Estamos hartos de pagar y que nos insulten, y no estamos dispuestos a que nuestros hijos soporten también esa humillación. Spain is not Catalonia. Buen viaje, buena suerte y el último que cierre el gas.


Libertad Digital - Opinión

Inconstitucional. Por Ignacio Camacho

El veredicto parte de un principio más político que jurídico: tratar de contentar a todos a base de no dejar satisfecho a nadie.

PARCIALMENTE inconstitucional: ése es el veredicto objetivo. Sírvase cada cuál sus conformidades y reparos a tenor de sus propios prejuicios; enfóquese la sentencia desde un punto de vista cuantitativo o cualitativo para adecuarlo a interpretaciones de parte; considérese muy importante, poco importante o relativo el sentido de la depuración; al final, lo único que queda claro es que el Estatuto de Cataluña contiene una quincena de preceptos que no encajan con la Constitución española y más de treinta que requieren de una corrección de sus criterios mediante interpretaciones y coletillas. Ahora viene un debate político cargado de farfolla, demagogia y consignas; ha sido un pleito tan confuso y tan largo que su resolución promete tanto embrollo como la norma que lo ha provocado.

Para lograr un veredicto tras cuatro años de bloqueo, la presidenta del Constitucional ha alumbrado una sentencia-pastel, aunque se trata de un pastel cocinado con demasiada lentitud y servido quizá demasiado tarde. Un fallo que parte de un principio más político que jurídico: tratar de contentar a todos a base de no dejar satisfecho a nadie. De un Estatuto bodrio, farragoso y prolijo, y de un tribunal desautorizado y desgastado no cabía esperar mucho más. Al final, el colapso había llegado a un punto en que cualquier sentencia era mejor que ninguna sentencia, y en ese sentido el TC ha terminado guiándose por la necesidad de acabar de una vez para aliviar una tensión insostenible.


Sea como fuere, medio centenar de artículos han sido anulados, retocados o corregidos, y algunos de ellos contienen aspectos nucleares de la intención soberanista que inspiró el Estatuto. Se revoca el poder judicial catalán, se anulan las competencias de autonomía financiera —por mayoría de ocho a dos— y se desregula, negándole eficacia jurídica y carácter vinculante, el principio esencial de que Cataluña es una nación. Eso es una purga como un castillo, una poda sustancial se mire por donde se mire, y constituye la demostración de que los recursos eran procedentes porque el texto contenía aspectos incompatibles con el vigente marco legal de superior rango.

A partir de aquí, todo es opinable, y va a ser opinado a tenor de las conveniencias de parte propias de una precampaña electoral. Al nacionalismo catalán y a los soberanistas radicales les conviene el victimismo; a los socialistas les interesa resaltar la convalidación de una parte del articulado cuantitativamente amplia y el PP puede presumir de haber logrado embridar cuestiones determinantes para la unidad del Estado. Por encima de esa cháchara inevitable, la única realidad objetiva es que el Estatuto de Cataluña ha resultado ser inconstitucional. Poco, mucho, a medias; pero inconstitucional, al fin y al cabo.


ABC - Opinión

Estatut. Una nación es una nación, es una nación. Por José García Domínguez

Traducido al sermo vulgaris: Absolutamente todos los habitantes de Cataluña habrán de acreditar pericia en la lengua vernácula, excepto los señores jueces y magistrados, claro está. Corporativismo se llama la figura. Y tampoco conoce patria.

En un país como éste en el que nadie sabe estar en su sitio, paraíso secular de los intrusos donde los cómicos se quieren políticos y los políticos se desviven por ejercer de cómicos, al Tribunal Constitucional le ha dado por asaltar las funciones de la Academia de la Lengua. Y consecuente con su impostura, acaba de maquinar una sentencia que limpia, fija y da esplendor a la gramática parda del Estatuto de la discordia. Así, como quien juega a la ruleta rusa con las definiciones del diccionario, Maria Emilia & Cía se han lanzado al empeño de pontificar sobre significantes y significados, en lugar de discernir competencias, legitimidades y jurídicos atropellos, el prosaico cometido por el que les pagamos el sueldo. Al cabo, una picardía leguleya muy propia con tal de mantenerse au dessus de la mêlée, que no a la altura de las circunstancias.

"Una rosa, es una rosa, es una rosa", sentenció en memorable verso Gertrude Stein. Aserto que, por evidente, jamás ha requerido de explicación alguna, pues su "eficacia interpretativa" emerge palmaria. E igual pudiera haber clamado: "Una nación es una nación, es una nación". O "Unos derechos históricos son unos derechos históricos, son unos derechos históricos". Y tampoco nadie habría demandado el auxilio de don Manuel Aragón y su hermenéutica dizque azañista para descifrar el sentido último de enunciados tan obvios. De idéntico modo, a estas horas, Cataluña es una nación conforme a derecho, está dotada de símbolos igualmente nacionales, y fundamenta su autogobierno en los arcanos derechos históricos del pueblo catalán.


Ante semejante proclama constituyente, ¿qué demonios cabe interpretar? ¿O acaso la lengua castellana tolerara algún sentido distinto de la soberanía a las palabras invocadas en ese párrafo? Validada ante todos los tratados de filología hispánica la premisa mayor del engendro, resta la pedrea derogatoria a fin de mantener entretenida a la afición. Como esa cantinflesca nueva, la que concede que el idioma de uso preceptivo en el espacio institucional, el propio, normal, exclusivo y excluyente, amén, huelga decirlo, de obligatorio, dejará de exigirse "con carácter generalizado". Traducido al sermo vulgaris: Absolutamente todos los habitantes de Cataluña habrán de acreditar pericia en la lengua vernácula, excepto los señores jueces y magistrados, claro está. Corporativismo se llama la figura. Y tampoco conoce patria.

Libertad Digital - Opinión

La realidad catalana y Mafalda. Por Félix Ovejero

La identidad de los catalanes resulta bastante molesta a los defensores de la identidad de Cataluña. Sencillamente, la realidad estorba.

El presidente de la Generalitat, al justificar su decisión de expresarse en catalán en su reciente comparecencia en el Senado, apeló a la necesidad de reconocer la realidad. Nada más importante en política, como todo en la vida, que el principio de realidad. Y para conocer la realidad no hay mejor instrumento que los padrones municipales. Con muy buen juicio, el propio Gobierno catalán se lo recordó recientemente al Ayuntamiento de Vic cuando declaró su intención de informar a la Delegación del Gobierno sobre los inmigrantes irregulares. En su comunicado, después de precisar que el padrón municipal «no está pensado para controlar la situación administrativa de las personas», subrayó que, sobre todo, es «una herramienta excelente para conocer la población real» y, por ende, para aplicar políticas basadas en las necesidades reales de las gentes. Realismo del bueno.

Las metas políticas contienen inevitables dosis de irrealismo. Intervenir en el mundo, y de eso va la política, equivale, casi siempre, a convertir en realidad algo que todavía no lo es. Algo que empieza como un simple proyecto, en los papeles. Sucede en la arquitectura y la ingeniería y está en la naturaleza misma de la acción de gobierno, cuando se lucha contra el desempleo o se aspira a mejorar la educación. A un vuelo más rasante, nos levanta cada mañana, en las decisiones más modestas, cuando planeamos unas vacaciones, y en las más hondas, cuando gestionamos los entornos de nuestra felicidad. Eso sí, ese elemental irrealismo de los fines ha de empezar, para no ser insensato, por el mayor realismo, por conocer cómo está el patio. El aventurero más audaz antes de iniciar la travesía comienza por averiguar el terreno por donde andará y por inventariar sus provisiones y aparejos. Lo primero, el mapa. El Gobierno deberá conocer la economía y el estado de la educación, y nosotros, el dinero disponible y las compañías inconvenientes. Esa verdad de cajón se convierte en obligación moral en aquellas ocasiones en las que la política, en lugar de modificar la realidad, quiere preservarla. Quien quiere mantener un ecosistema ha de conocer los organismos que lo pueblan y su biotopo. Cuando hay que conservar el mapa es el camino y la meta. Realismo máximo, del medio y de los fines. Una política de preservación que ignorara la realidad sería tan delirante como un empeño sin propósito, como si alguien dijera «quiero llegar pronto, aunque no sé adónde».

El Gobierno catalán, como cualquier otro, tiene sus metas. La defensa de la identidad no es la menos importante. Rige buena parte de sus acciones en educación, deporte, cinematografía, restauración, comercio, teatro y, por supuesto, en los medios de comunicación públicos. No se oculta. Hace unos días nos enteramos de que, en el borrador del libro de estilo llamado a regular el funcionamiento de las televisiones y radios catalanas, la Corporación Catalana de Mitjans de Comunicación se planteaba como objetivo «preservar la identidad nacional catalana». En sentido estricto, la preservación de la identidad, nacional o cualquier otra, es un absurdo. En realidad, como objetivo, un imposible. No por trabajoso, sino por inevitable. Es la cosa más sencilla del mundo, al alcance de cualquiera. No hay manera de fracasar. Basta con cruzarse de brazos. Y si no nos cruzamos, también se logra. Por definición, uno siempre es idéntico a sí mismo. Haga lo que haga. Lo decía Borges a cuenta de estos negocios: «No hay que preocuparse de buscar lo nacional. Lo que estamos haciendo nosotros ahora será lo nacional más adelante».

Si queremos dotar de alguna inteligibilidad a ese objetivo que tan caro nos resulta, quizá hay que pensar que la «defensa de la identidad nacional» consiste en hacer lo posible para que las cosas sean como son, una suerte de «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». Entendida de ese modo, la defensa de la identidad formaría parte de las políticas de preservación, aquellas en las que el mapa es la meta, aquellas que reclaman el máximo realismo. Si uno quiere preservar su peso, lo primero es averiguarlo. Deberíamos pensar que el Gobierno catalán conoce bien en qué consiste la identidad nacional que quiere preservar. Pero no es seguro. Cuando preguntamos sobre el asunto, por lo general, después de algunas vacilaciones, la respuesta consiste en algo parecido a «la identidad nacional es la identidad cultural». Una respuesta que tampoco aclara mucho: el subrayado de originalidad asociado a «nacional» se lleva mal con una evidencia empírica que muestra que, desde casi todos los indicadores culturales relevantes, los catalanes no somos originales. La «identidad cultural» nos dibuja vulgarmente españoles. Si conseguimos que la conversación se mantenga un poco sin que nadie se ponga nervioso, más temprano que tarde, aparece la lengua. Al tener otra lengua se ven las cosas de otro modo, se viene a decir. La lengua es muy útil porque permite arrojarse con bastante alegría por la pendiente romántica de las concepciones del mundo. La realidad diferente que no asoma en los estudios empíricos se sostiene a pulso en un modo diferente de nombrar la realidad, que daría pie a un modo diferente de ver y de sentir. Llegado este punto, uno pensaría que la Generalitat, interesada en conocer la identidad y que nos dice que el mejor mapa es el censo, tendrá como primer objetivo la cartografía lingüística. Pero se ve que no. El mismo día que nos enterábamos de que TV3 tenía como primer objetivo defender la identidad nacional los votos del tripartito y CiU en el Parlament impidieron que prosperase una moción que, con la intención de conocer la realidad lingüística, proponía incluir en el cuestionario del censo una pregunta sobre «las lenguas de identificación y el conocimiento de lenguas de la población de Cataluña».

Algún alma de cántaro quizá se pregunte cómo es posible que no se quiera conocer la realidad que se quiere preservar y que además es la almendra de la acción política. Descartadas conjeturas psiquiátricas, solo se me ocurre una respuesta: la identidad de los catalanes resulta bastante molesta a los defensores de la identidad de Cataluña. Sencillamente, la realidad estorba. La barcelonesa, sin ir más lejos. Según la encuesta más reciente, un 31,9 por ciento de los barceloneses del área metropolitana tienen el catalán como lengua materna, y un 61,5 por ciento el castellano. Casi el doble. El castellano es la lengua mayoritaria y común de los barceloneses. Esa es nuestra realidad, más o menos bilingüe, y, por ende, nuestra identidad. Pero no es esa la que se invoca y la que se recrea. La que se finge. La pasada Navidad la iluminación callejera nos felicitaba en todas las lenguas de mundo, incluidas algunas que dudo yo que tengan muy elaborado el concepto de «niño Dios», menos en la común, reservada a un par de calles, las justas para abastecer las coartadas fotográficas de la prensa local. La televisión de Barcelona, BTV, informa sobre la ciudad en veinte lenguas, entre las que no incluye la de la mayoría de los barceloneses. Y de los emigrantes, por cierto, esos mismos a los que apela para justificar esa Babel.

Con sus preguntas incómodas, que no dan tiempo a componer el gesto, Vic se ha convertido en la ciudad de los retratos. El de la izquierda catalana, con la salvedad ocasional de IC, la refleja en la exacta medida de sus hipocresías. Se quiere preservar una identidad que no se quiere conocer. Una tarea de titanes. A los políticos catalanes parece sucederles lo mismo que al bueno de Felipe en una de las memorables tiras de Quino. Cuando Mafalda le preguntaba: «¿Qué te parece esta frase, Felipe? Conócete a tí mismo», después de un instante de entusiasmo (¡Me parece excelente! ¡No voy a parar hasta llegar a conocerme a mí mismo y saber cómo soy yo realmente!), se sintió asaltado por una inquietante desazón: «¡Dios mío!… ¿Y si no me gusto?». Pues eso, no les gustamos y no quieren saberlo. Como Felipe. Eso sí, sin complejos ni inseguridades.


ABC - Opinión

Acatar el fallo

Tras cuatro largos años de intensas deliberaciones, acalorados debates y votaciones fallidas, los diez magistrados del Tribunal Constitucional con derecho a voto aprobaron ayer una resolución que da respuesta a los recursos de inconstitucionalidad sobre el Estatuto de Cataluña interpuestos por el Partido Popular, el Defensor del Pueblo y cinco comunidades autónomas. El fallo, en sí mismo, constituye una buena noticia que acaba con una situación de interinidad nada recomendable para un órgano llamado a ser el guardián de la Constitución y que se había visto convertido durante estos años en el centro del debate político. Éste ha sido el séptimo borrador sometido a votación por el Pleno del TC, y su autora, la presidenta María Emilia Casas, se vio obligada ayer mismo a introducir sobre la marcha algunas modificaciones con el fin de alcanzar el consenso necesario. Un acuerdo que, finalmente, se alcanzó por seis votos a favor y cuatro en contra para la mayoría de los bloques, y de ocho a favor y dos en contra para 14 artículos declarados netamente inconstitucionales. El fallo, por encima de los criterios e intereses particulares de cada uno y de su grado de conformidad con lo resuelto, debe ser acatado por el conjunto de partidos e instituciones democráticas, como corresponde a un Estado de Derecho. Tal y como hemos defendido desde estas mismas páginas a lo largo de todo el proceso de deliberación, el hecho de que parte de los miembros del TC hubiera agotado ya su mandato no resta ni un ápice de legitimidad a la decisión que ayer adoptaron. El hecho de que el Alto Tribunal haya anulado catorce artículos y someta a interpretación más de treinta preceptos pone de manifiesto que al PP le asistían sobradas razones para acudir a él y no se trataba de una maniobra puramente partidista o, peor aún, «anticatalanista» como de manera demagógica se acusó a sus dirigentes desde el PSOE y los partidos nacionalistas. Mariano Rajoy cumplió estrictamente con su deber y es ahora cuando es de justicia reconocerle que, gracias a su determinación, se ha podido ajustar el Estatuto de Cataluña a la Constitución. El fallo también pone en entredicho a aquellos dirigentes políticos cuya actitud durante estos años ha distado mucho de ser mínimamente respetuosa con el trabajo de los magistrados, que han sido sometidos a una campaña de acoso y desprestigio como no se recuerda en estos 30 años de democracia. A la espera de que se haga pública la sentencia y los votos particulares de al menos cuatro magistrados, hay que celebrar que se ponga fin a un proceso de cuatro años en los que las instituciones han vivido en tensión e incertidumbre, en especial el propio Tribunal Constitucional, pendiente de renovación. Por lo demás, es necesario apelar a la responsabilidad de todos los partidos, en especial de los nacionalistas catalanes, para que actúen con mesura y acaten el fallo del Tribunal, como exigen las reglas del juego democrático. La declaración institucional que emitió ayer Montilla no es, ni por su contenido ni por su tono, la más adecuada para la convivencia ni la que necesita Cataluña.

La Razón - Editorial

Aval al Estatut

El Constitucional da el visto bueno al 95% del texto original, sin satisfacer a la Generalitat.

Cuatro años después de su aprobación por el Parlamento, las Cortes Generales y los ciudadanos de Cataluña en referéndum, el Tribunal Constitucional ha emitido su fallo sobre el Estatuto catalán. La sentencia, votada en cuatro bloques, avala en su conjunto la gran mayoría de artículos, aunque invalida 14 artículos de los 129 preceptos recurridos e interpreta otros 27. La inconstitucionalidad de estos 14 artículos ha recibido el aval de 8 de los 10 magistrados, aunque el grueso de la sentencia ha obtenido seis votos a favor por cuatro en contra.

Habrá que esperar a conocer el conjunto de la sentencia, con sus fundamentos y votos particulares, pero es seguro que la eliminación de estos artículos, la interpretación del término nación y la mención en el dictamen hasta en ocho ocasiones a la "indisoluble unidad de España" darán abundante munición retórica en un ambiente preelectoral como el que vive Cataluña. Más allá del debate terminológico, el fondo del texto parece escasamente modificado y hace desaparecer los peores augurios de un gran recorte. No afecta tampoco al modelo de inmersión lingüística, validado en diversas sentencias del Tribunal Supremo. Y para la tradición catalanista, la lengua y la cultura siempre ha sido más importante que la esencia.


También habrá que esperar a los próximos días para ver qué sucede con un texto que ya lleva más de 40 leyes desarrolladas. El presidente catalán, José Montilla, ha anunciado que un equipo de juristas estudiará las consecuencias de la sentencia y la resolución de los problemas prácticos que planteen los artículos anulados o reinterpretados. Mejor que manifestaciones callejeras como la que también ha anunciado Montilla, ésta es la forma de enfrentarse a los aspectos desfavorables de la sentencia.

Montilla se encuentra en la posición más difícil, obligado a mantener un equilibrio entre quienes consideran cerrada la vía autonomista, presentes tanto en su propio Gobierno como en la oposición, y sus compañeros del PSOE, que consideran perfectamente aceptable y viable el Estatuto salido del Constitucional. Por eso su reacción combina de forma contradictoria una valoración positiva sobre la constitucionalidad del 95% del texto con severos reproches al Tribunal por las modificaciones introducidas. Por obvio que parezca, hay que decir que la sentencia debe acatarse y cumplirse, y así lo ha reconocido el presidente catalán y deben hacerlo todos, incluidos quienes la consideran el punto final del Estado autónomo.

Será inevitable que la sentencia se convierta en argumento electoral: desde el PP, porque da la razón parcialmente a sus sospechas de inconstitucionalidad; desde Esquerra o Convergència, porque se confirman sus augurios sobre la España cicatera de sus discursos. Pese al calor de la campaña, debiera evitarse, en todo caso, que sea leída como una suerte de dictamen sobre la viabilidad del sistema constitucional, tanto por parte de quienes ven el futuro de Cataluña en el soberanismo, como de quienes recurrieron el Estatuto porque consideraban que afectaba a la unidad de España.


El País - Editorial

Cuatro años de política

A falta de la sentencia definitiva todo indica que el nacionalismo catalán ha obtenido una victoria histórica. La práctica totalidad del Estatuto se salva tal cual fue concebido por Zapatero.

Hace cuatro años, un mes después de que el Estatuto de Zapatero fuese aprobado en un referéndum en el que no participó ni la mitad del censo electoral, el Partido Popular y el Defensor del Pueblo presentaron sendos recursos de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional para que dirimiese con la mayor diligencia posible la legalidad de ciertos conflictos que el Estatuto presentaba con la Carta Magna. Meses más tarde, a esos dos recursos se le unirían otros nuevos provenientes de distintas comunidades autónomas que fueron admitidos a trámite por el Alto Tribunal.

Desde entonces los recursos al Estatuto de Zapatero han dormido el sueño de los justos en las estanterias del Constitucional, un sueño alterado sólo por las continuas recusaciones y recursos para apartar a magistrados que pudiesen ser incómodos en la sentencia final. En circunstancias normales, si el Tribunal se hubiese limitado a tramitar un asunto jurídico, la resolución no se habría demorado más de un mes. Pero no, este asunto ha traspasado la línea de lo judicial para penetrar en el ámbito de lo político, campo donde se ha desatado una feroz batalla entre los verdaderos amos del poder judicial en España, cuya independencia sólo figura ya sobre el papel.


A destacar el lamentable papel que finalmente han decidido desempeñar en todo este sainete el magistrado Manuel Aragón, quien durante cuatró años bloqueó una resolución casi con seguridad muy parecida a la que ha terminado apoyando, y el vicepresidente del Constitucional, Guillermo Jiménez, quien ha terminado votando a favor de la ponencia de Casas muy probablemente para evitar que la sentencia se aprobara por el voto de calidad de la presidencia, quedando así retratada la enorme politización del órgano.

A falta de la sentencia definitiva y echando una mirada a la ponencia que presentó Elisa Pérez Vera, muy parecida, por lo demás, a la que al final ha terminado pergeñando la presidenta María Emilia Casas, todo indica que el nacionalismo catalán ha obtenido una victoria histórica. La práctica totalidad del Estatuto de Zapatero se salva tal cual fue concebido por la Generalidad. Sólo un artículo, el referido al Consejo de Justicia de Cataluña, queda inhabilitado, lo que muestra a las claras el corporativismo profesional de los magistrados. A otros catorce artículos se los somete a un maquillaje ligero, puramente terminológico y que, en ocasiones, tramposo como sucede con el artículo 6 en el que, dependiendo del apartado, se anula (art. 6.1) o se mantiene (art. 6.2) el deber de conocer la lengua catalana, por muy abiertamente inconstitucional que sea este segundo precepto.

Las partes más abiertamente anticonstitucionales y las que más polémica han levantado quedan en el limbo de la ambigüedad al declararse interpretables. Es el caso de la bilateralidad "España-Cataluña" o el sistema de financiación. Esto no es, ni de lejos, una victoria constitucionalista como podría imaginarse. Muy al contrario, esta falta de concreción a lo único que va a invitar es al cambalache político con los nacionalistas, muy necesarios para que Zapatero en los dos años que quedan de legislatura pueda atornillarse al poder pase lo que pase.

Respecto al uso del término Nación aplicado a una comunidad autónoma, la catalana queda definitivamente consagrada como tal en el preámbulo del Estatuto de Zapatero. El Tribunal Constitucional no ha declarado como inconstitucional este punto a pesar de que Nación sólo puede haber una según la Constitución, ya que considera que tal apelación se encuentra contenida solamente en el preámbulo que "en ningún caso es jurídicamente vinculante". Nos encontraríamos una vez más ante el mismo efecto que en puntos anteriores, la imprecisión podría dar lugar a negociaciones posteriores ya totalmente políticas.

Por encima de las cuestiones jurídicas, el verdadero ganador de todo este episodio ha sido, una vez más, el nacionalismo catalán. Saliese lo que saliese podrían seguir quejándose y ejerciendo de víctimas de un presunto Estado centralista que sólo existe en sus ensoñaciones, pero del que viven muy bien. Zapatero se lo ha puesto en bandeja, porque él y nadie más que él es el responsable de este despropósito que tendrá para España severas consecuencias en el medio y largo plazo. Estos cuatro años de política han sido sólo el principio de un problema muy serio que no tardará en manifestarse.


Libertad Digital - Editorial

Zapatero, ante su último fracaso

La conclusión política de esta sentencia es que el PP tenía razones suficientes para denunciar la inconstitucionalidad del Estatuto y que su recurso ante el TC fue un servicio al Estado.

LA sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña ha ratificado la decisión de todos cuantos presentaron contra él un recurso de inconstitucionalidad. Aunque la decisión final haya limitado la anulación a catorce artículos e interpretado una treintena más —abusando así del peligroso método de la sentencia interpretativa que declara constitucional no lo que dice la norma, sino cómo debe ser aplicada—, el Estatuto de Cataluña lesionaba gravemente la Constitución Española de 1978 y gracias a los recursos —encabezados por el PP— se ha reparado en parte esta vulneración. En efecto, el Poder Judicial se mantendrá unitario para todo el territorio nacional, sin caer en el sistema confederal que preveía el Estatuto, auténtica ruptura de la unidad jurisdiccional del Estado. También gracias al recurso del PP, el Estatuto no será la base legal de la imposición monolingüística que defienden el socialismo y el nacionalismo catalanes. Y queda meridianamente claro que Cataluña no es una nación más que en el diccionario nacionalista y en el terreno de los símbolos. La inclusión de este término en el Preámbulo del Estatuto es, según el TC, irrelevante porque no tiene valor jurídico, sino testimonial. Gracias a esta declaración, la presidenta del TC, María Emilia Casas, logró el apoyo del magistrado Manuel Aragón, hasta ayer baza principal de quienes confiaban en que el Alto Tribunal aprobara un pronunciamiento más defensivo del orden constitucional y del Estado. En suma, casi la mitad de los artículos impugnados por el PP tenían tachas de inconstitucionalidad.

La conclusión política inmediata de esta sentencia es que los recurrentes tenían razones más que suficientes para denunciar la inconstitucionalidad del Estatuto, que su recurso ha sido un servicio al Estado y a la Nación, y que el TC ha reparado en parte la frivolidad con la que Rodríguez Zapatero embarcó a España en una aventura confederal, cuyo objetivo no era otro que sellar una política duradera de pactos con el nacionalismo catalán. Al final, ni una cosa ni otra. El Estatuto con el que se identifica el PSOE, según su secretaria de Organización, atacaba bases esenciales del Estado y su responsabilidad política por haber aprobado esta ley es innegable. Ahora vendrá una estrategia de propaganda tendente a mitigar los efectos políticos de la sentencia del TC, refugiándose en la minoría del llamado bloque conservador —cuyos cuatro integrantes han anunciado votos particulares a la decisión— y en el limitado número de artículos anulados en proporción a los que fueron impugnados. Será la enésima maniobra de distracción para evitar asumir el daño que el Gobierno y el PSOE han causado a la estabilidad del Estado introduciendo en su ordenamiento jurídico un auténtico «caballo de Troya» contra la soberanía del pueblo español y la unidad constitucional.

La satisfacción impostada del Gobierno socialista ya contó ayer con las primeras reacciones exacerbadas del tripartito catalán y del nacionalismo, convocando a la sociedad catalana a arremeter contra el TC. Su estrategia más reciente ha consistido en negar al TC cualquier legitimidad para decidir sobre el Estatuto, porque había sido votado en referéndum por los catalanes. También este desafío se ha saldado con una derrota de los postulados social-nacionalistas, porque queda claro que la Constitución está por encima de cualquier ley aprobada por el Parlamento, aunque sea ratificada en referéndum. Solo las reformas constitucionales aprobadas por el pueblo español, titular de la única soberanía nacional existente en España, quedan al margen de la competencia del TC.

Una vez que se conozcan los criterios interpretativos aprobados por el TC para la treintena de artículos que la sentencia acomoda a la Constitución, podrá valorarse de qué manera se gestionará el día siguiente a la sentencia. Porque hay dos opciones: o meter a Cataluña en un proceso de insubordinación constitucional, o abrir un período de recomposición del Estado autonómico. La responsabilidad de elegir correctamente es solo de los gobiernos central y autonómico, y especialmente del PSOE y del PSC. Mariano Rajoy ha hecho lo que tenía que hacer: defender, y con éxito, el interés nacional. El problema es ahora de los socialistas entre sí, porque tendrán que resolver sus contradicciones internas. El TC ha despejado del escenario catalán una incógnita que condicionaba el período preelectoral y las relaciones entre partidos. Al PP ya no se le puede exigir que retire el recurso, porque está resuelto, ni reprocharle que lo interpusiera, porque tenía razones para hacerlo.

Pese a que el TC ha reducido la intensidad de los daños causados por el Estatuto, la sentencia se queda corta, porque queda en pie buena parte de una norma estatutaria que se generó como competidora de la Constitución. Por eso, su vicio de inconstitucionalidad era mucho más radical que parcial.


ABC - Editorial