jueves, 15 de abril de 2010

Franco, ese fantasma. Por Ignacio Camacho

MALO, malo, malo. Algo se ha roto en el sistema cuando los magistrados del Supremo tienen que convocar a la prensa extranjera para explicar que Franco lleva treinta y cinco años enterrado y que ellos no son la quinta columna del tardofranquismo sino la ultima ratio de la justicia de un Estado de Derecho.

Algo ha crujido en la estructura de la democracia bajo el zarandeo de una campaña extremista de descalificación de las instituciones, sin que el Gobierno sepa salir con decisión en defensa del prestigio de una nación moderna. Quizá porque esa exaltada ola de agitación ha crecido en la confianza de que se mueve a favor de corriente, en sintonía ideológica con el discurso rupturista de un poder dispuesto a desguazar el legado de la Transición, y ha terminado convirtiéndose en un maremoto al que ahora es difícil contener sin que erosione la estabilidad institucional.

Al permitir que la izquierda social lleve el debate sobre el juicio a Garzón al ámbito tramposo de la propaganda política, mostrando incluso una anuencia oficiosa con el fondo de esa maniobra desquiciada, el Gobierno ha dado pie a un severo deterioro extra de la ya muy cuestionada independencia judicial, causando daños de difícil reparación en la estructura de un poder esencial del Estado. En realidad, se trata de un escándalo que avería todo el núcleo del sistema, porque la resurrección del fantasma de Franco -agitado por la izquierda como espantajo contra una decisión judicial adversa- constituye un elemento de enorme sugestión simbólica para la opinión pública internacional. Después de tres décadas de impecable funcionamiento de un Estado constitucional construido sin traumas sobre las cenizas de la dictadura, influyentes medios anglosajones han comprado la mercancía averiada de la supervivencia del viejo régimen en el entramado democrático. Y esa falacia, urdida de manera dolosa y culpable dentro de España, supone un perjuicio gravísimo que compromete la credibilidad del país entero en un momento especialmente sensible para nuestros intereses colectivos.

El Gobierno que no ha sabido o querido salir al paso de toda esta interesada patraña es el que tiene ahora la responsabilidad de deshacerla, aunque ello le suponga la obviedad de proclamar que, por mucho que se empeñen Garzón y sus defensores, el franquismo es una página olvidada en la realidad cotidiana de una democracia firme, sin cuentas pendientes ni atrasos históricos. La tentación de aceptar la tesis contraria para presentarse como depurador salvífico de los residuos dictatoriales no puede constituir siquiera una hipótesis de trabajo. El problema es que al zapaterismo le cuesta templar este trastornado descalzaperros porque aunque se desmarque de las formas parece compartir los argumentos de la confusión interesada. Y tal vez se sienta a gusto peleando contra falsos molinos franquistas como un Quijote de barraca.


ABC - Opinión

El lifting sentimental de la izquierda. Por Cristina Losada

El franquismo y la Guerra Civil son los parques temáticos a los que acude la izquierda para remozar su fachada. Allí recrea sus mitos originarios, recompone su frágil identidad y recarga superioridad moral.

Gracias a la mascarada de los neo-antifranquistas nos hemos enterado de varios graves asuntos. Que Franco ha muerto, pero hay restos de franquismo vivitos y coleando. Que esos restos están incrustados en las más altas instituciones. Que algunas son cómplices de torturas e instrumentos del fascismo. Que los hijos de la dictadura gozan de un poder asombroso, aunque eso ya lo sabíamos. Que hemos vivido hasta ahora con una venda en los ojos. Que nadie, salvo Garzón, ha movido un dedo por dignificar la memoria de los que sufrieron y que sólo él, bendito sea, ha procurado que se pudiera enterrar dignamente a los muertos. Vale. Désele la vuelta a la serie y tenemos una auto-acusación en toda regla. Si tal es el estado de cosas, ha sido con el consentimiento de los gobiernos democráticos, incluidos los de González y Zapatero. Y con la plena anuencia de sus votantes y fieles.

Mira que han tenido tiempo. ¿Cómo han tardado treinta y dos años, Villarejo, Méndez, Toxo y compañía, en recordar el deber inexcusable de procesar a Franco? ¿Por qué reprimieron esas ansias de justicia? Y, una vez llegada la ocasión, ¿cómo no se amotinaron contra la Fiscalía y el Gobierno que se opusieron al benemérito intento del juez? Vanas preguntas, inútiles razonamientos, ante una operación de lifting sentimental de la izquierda. El franquismo y la Guerra Civil son los parques temáticos a los que acude para remozar su fachada. Allí recrea sus mitos originarios, recompone su frágil identidad y recarga superioridad moral. Porque allí, el enemigo resucita y toma cuerpo y renace el odio, ese gran motor de la peor política.

Entonces, viene la parte divertida, como en la performance que ofició el rector Berzosa.

Los partícipes olvidan que visten traje y corbata, que forman parte de un Gobierno, que lucen barriga y peinan canas, y se hacen pasar por una asamblea de facultad de los sesenta. Se ven con melena y Levis, se sienten luchadores, descubren fascistas en todas partes y gritan, llorosos, ¡no pasarán! Es como un rito tribal, pero sin consumo de alucinógenos. Y con un propósito político. Zapatero se instaló en el parque guerracivilista para aglutinar a la izquierda. Triste. Sólo le queda Franco para arremolinar a las dispersas huestes.


Libertad Digital - Opinión

La checa de ayer. Por Cesar Vidal

Entre los actos verdaderamente sicalípticos que nos ha sido dado contemplar en los últimos tiempos ocupa un lugar de honor el celebrado en apoyo del juez Garzón el pasado martes y trece en la Complutense.

El citado akelarre –en el sentido literal del término vasco– tuvo lugar bajo la presidencia del rector Berzosa y con la colaboración necesaria de UGT y CCOO. Verdaderamente, lo albergado entre los muros de una universidad que pagamos entre todos ha sido para no perdérselo. Juzguen por ustedes mismos. De maestro de ceremonias oficiaba un rector al que no se conoce obra doctrinal alguna, que ha tolerado la violencia estudiantil cuando se dirigía contra otros, pero que ha reaccionado ásperamente contra ella si él era la víctima y que dijo admirar la capacidad de trabajo de Garzón lo que, teniendo en cuenta las contribuciones del citado rector a la ciencia, es comprensible.

De gran estrella aparecía un fiscal –¡que alcanzó semejante posición en 1962, durante la dictadura de Franco y que, por tanto, formó parte del aparato de un Estado al que ha denominado «genocida»! – empeñado en negar la posibilidad de que todos los ciudadanos sin excepción pudieran acudir a la administración de justicia y en demostrar que los jueces del Tribunal Supremo eran cómplices del franquismo. Y de «supporting actors» fungían dos sindicalistas, uno que está contribuyendo con sus acciones a aumentar el número de parados y a vaciar los bolsillos de los contribuyentes para pagar a sus liberados, refiriéndose a la tiranía del capital y otro situado al frente de un sindicato que no existía durante la guerra civil y que se dedicó a proclamar que un juez que ha intervenido el secreto de las comunicaciones entre un acusado y su cliente, que ha escrito cartas al director de un banco para pedirle conferencias archivando después una acción judicial contra ese mismo director y que ha aplicado o ha dejado de aplicar la ley de amnistía de 1977 según le ha parecido «nos ha quitado la venda». Y lo mejor no era lo del escenario sino, si me apuran, un público en el que, salvo seis o siete excepciones, la edad media andaba por los setenta y cinco años. Entre gritos de rabiosa actualidad como «¡No pasarán!» y ondeando banderas de la segunda república, se podía ver a Maragall, el único presidente de CCAA que se ha querellado contra un humorista; a Zarrías, que no da un paso sin medirlo con escuadra y compás; a Llamazares, gran amigo de esa extraordinaria democracia fundada por Fidel Castro y a tutti quanti. Llegué a pensar por unos instantes que la mayoría de los presentes eran incautos jubilados de la tercera edad de esos que traen a Madrid para asistir al teatro a los que algún progre desalmado había dicho que asistirían a la función de «Vamos a contar mentiras» para luego llevarlos al acto en pro de Garzón. Total, con lo que se oyó tampoco es que el título hubiera desentonado mucho. Y es que los presentes andaban en la labor de injuriar al Tribunal Supremo porque ha tenido la imperdonable osadía de aplicarle la ley al juez Baltasar Garzón sin proporcionar un solo argumento jurídico de mediana entidad más allá del «como toquéis a uno de los nuestros porque quebranta la ley, os vais a enterar». En fin, ya lo dice la canción: «Me asomo a la ventana y veo a la checa de ayer».

La Razón - Opinión

Cuídense todos. Por Hermann Tertsch

NO sé realmente si todos se dan cuenta de la atrocidad política y jurídica en la que han metido a nuestra patria. No sé si todos ustedes son conscientes de que nos están embarrancando para mucho tiempo.

Y que puede que tardemos dos generaciones de salir de la miseria moral, política y económica en la que nos meten unos memos insensatos y sin escrúpulo alguno. Unos procaces ignorantes que, surgidos después de nuestra transición a la democracia, están envenenados por una ideología caduca, maniquea y miserable que todo lo emponzoña y corrompe. El aquelarre habido el martes en una universidad pública de Madrid, con presencia y apoyo de mandos del Gobierno, dedicado a la demonización de nuestra máxima institución judicial, es un escándalo sin parangón. Y demuestra las credenciales de un Gobierno y un presidente que no han sabido ni querido condenarlo. Ni han cesado a todos aquellos miembros del poder que participaron en ese acto bolchevique. Porque en realidad están de acuerdo. El único acto de decencia posible sería cesar a quienes allí estuvieron o abandonar el gobierno que ampara esta insólita agresión al Estado. De agresión directa a la división de poderes.

Esto, me temo yo, es sólo el principio. Según la terrible realidad económica y social vaya haciéndose evidente en este país, la secta que ha secuestrado al Partido Socialista hará todo por perpetuarse. Y cuando digo todo es todo. Liquidar instituciones. Dinamitar un Estado de Derecho que estaba orgulloso de serlo. Y que tanto costó a los que realmente lucharon por la democracia frente a la dictadura. No a estos que se inventan su pasado, a sus abuelos y hasta su lugar de procedencia. A estos nada les impedirá moral o políticamente perseguir a sus propios ciudadanos. Porque perciben a media España como enemiga. Ni les costará nada fumigar prestigio y honor de individuos que resisten a sus tentaciones totalitarias. Machacando a todo aquel que crean susceptible de ser un peligro para sus intereses. Tengan cuidado. Porque la inseguridad no nos acosará sólo por parte de aquellos desesperados que se han hundido en la ruina por la política económica socialista, por sus mentiras e ineptitudes. Nuestra amenaza mayor es la voluntad decidida de la peor gente en dominar el destino de los demás.

El aquelarre contra la justicia que parte del Gobierno y que quiere proteger a un juez partidista que tiene al propio Gobierno cautivo por lo que sabe, es el anuncio de lo que son capaces algunos por mantenerse en el poder. El juez Garzón tiene cogido al Gobierno y a su policía política por los santos huevos, y perdonen la expresión. Los cadáveres en el armario se acumulan y el juez hace el papel del forense y guardián de la morgue. Tiene pillado al Gran Timonel, Rodríguez Zapatero, cuya relación con la verdad y probidad es de permanente combate. Y el Timonel sabe cómo las gasta el juez de los amaneceres. Tengan todos mucho cuidado. Porque gente como Jiménez Villarejo nos meterían a la mitad de los españoles en una cheka. Ese sujeto que era fiscal en el año 1962, fiscal entonces sin abrir la boca y hoy acusa a otros de complicidad con el franquismo. Un señor que cuando condenaron a muerte a Grimau podría haberse siquiera quejado. Un valiente ahora, aferrado como antes al poder y que nos es antifranquista furibundo ahora, con Franco muerto hace 35 años. ¡Qué dignidad, Dios mío! ¡Qué valentía! La villanía, está claro, tiene ahora su época de gloria. De ahí la apología constante del asesino de Paracuellos, el Katyn español, que se llama Santiago Carrillo, que llevan a cabo los medios oficiales, comprados o cautivos. Son indolentes o ineptos ante la ruina de este país. Pero son inmensamente eficaces en defenderse a sí mismos en su combate guerracivilista. Cuídense todos. Porque el acto miserable de la Complutense con ese personaje incalificable que es su rector al frente, con los sindicatos pagados por este Gobierno y toda su tropa sectaria detrás no sólo es detestable. Es para tener miedo.


ABC - Opinión

La imposible reforma laboral. Por José García Domínguez

Es la sociedad española toda, el muy celebrado pueblo soberano, quien fuerza la parálisis de Ejecutivo y oposición frente a lo poco que desde la política cabe hacer contra la crisis.

Josep Pla, que tenía muy calado al paisanaje patrio, solía repetir que nada hay en el mundo más parecido a un español de izquierdas que un español de derechas. Y si uno no se deja aturdir por el griterío ambiente, esa reyerta tabernaria que aquí siempre suple al debate de ideas, ha de conceder que el maestro no andaba muy lejos de la verdad. De ahí, por ejemplo, que el ministro Sebastián yerre cuando sentencia, ingenuo de él, que Franco ha muerto. Muy al contrario, Franco, esto es, la España carpetovetónica, estamental, reglamentista, corporativa, antiliberal y castiza, el viejo país ineficiente que hastiara a Gil de Biedma en memorable verso, contra las falsas apariencias, mantiene las constantes vitales intactas.

Y la prueba no es que la progresía prostática ya ande a punto de ganarle la batalla del Ebro en las aulas de la Complutense, sino algo mucho más prosaico por real, positivo y concreto, a saber, la imposible reforma del mercado de trabajo. Porque, contra lo que ordena el lugar común, no son los jefes sindicales, probos funcionarios siempre prestos a servir al Gobierno de turno a cambio de una discreta soldada, los que bloquean cualquier conato de cambio; ni los sindicatos, ni tampoco los políticos como igual manda la demagogia al uso. Por el contrario, es la sociedad española toda, el muy celebrado pueblo soberano, quien fuerza la parálisis de Ejecutivo y oposición frente a lo poco que desde la política cabe hacer contra la crisis.


Así, tanto da que se titulen rojos, azules, socialistas, conservadores, progres o carcas, avenidos todos en feliz comunión, exigen que el Estado les continúe garantizando la más estricta desigualdad de los ciudadanos ante la ley. Ya que no puede restaurarse el Fuero del Trabajo, al menos, barruntan, que se eternice un régimen de castas laborales, el de los parias temporales frente a la aristocracia de los indefinidos, único –por injusto– en la Unión Europea. Tímido, medroso, menguado, musita ahora el Gobierno que a los restos del modelo falangista, ése vigente que defienden con uñas y dientes los amigos de Garzón, acaso, quizá, tal vez, a lo mejor, podría sucederlo un llamado sistema austriaco. Que se vaya preparando Sebastián. Pronto va a enterarse de quién manda. Todavía.

Libertad Digital - Opinión

En defensa del Tribunal Supremo

QUIEN escribió «Viva Garzón» en la franja amarilla de la bandera republicana exhibida en el acto de apoyo a este juez celebrado en la Complutense de Madrid resumió mejor que nadie la verdadera naturaleza sectaria e ideológica del movimiento creado para coaccionar al Tribunal Supremo.

Esa vinculación gráfica de Garzón con la bandera republicana —enseña inconstitucional— retrata a sus conspicuos defensores y desvela el objetivo real de sus exabruptos. Las acusaciones calumniosas e injuriosas contra los magistrados del Supremo no eran sino la entradilla de una campaña renovada de ataque a la Constitución de 1978 y al sistema judicial organizado en torno a la independencia de jueces y magistrados. Defender a Garzón era la coartada para poner en solfa la legitimidad del Supremo, para lo que nada mejor que lanzar sobre sus integrantes la acusación de ser «instrumentos del fascismo» y «cómplices de las torturas de la dictadura». Ya llega tarde el Consejo General del Poder Judicial para solicitar la intervención del fiscal general y éste, en anunciar la querella contra el autor de tan infames invectivas.

Al margen de estas consecuencias legales, que deberían producirse de inmediato, lo cierto es que el proceso a Garzón ha desatado una explosión de resentimientos y odios almacenados en una izquierda que ha vuelto a mostrarse incapaz de asumir la Transición y el pacto constitucional de 1978. Los gritos de «No pasarán», las apelaciones contra la impunidad del franquismo y la orquestación de estéticas asamblearias demuestran que esa izquierda movilizada contra el Supremo realmente quiere alterar las bases del actual sistema democrático, que no son otras que la aceptación de un proyecto común para todos los españoles. De nuevo, el maniqueísmo y la bandería se apoderan de la izquierda para impugnar el pacto constitucional y reclamar, con 35 años de retraso, una nueva transición basada en el ajuste de cuentas y la revancha; tal vez la que realmente querían, pero no les fue posible en el 78, aunque tampoco lo sería hoy, en 2010, cuando la juventud se agobia con el 40 por ciento de paro que la atenaza, la preocupación principal de los ciudadanos es superar la crisis económica y el franquismo es, para la mayoría, una lección de los libros de historia.

«Defender a Garzón era la coartada para poner en solfa la legitimidad del Supremo, acusado de «cómplice de las torturas de la dictadura»

Por eso, la imposibilidad histórica de deshacer el camino andado obliga a esta izquierda vociferante y crispada a conformarse, que no es poco, con provocar la confrontación civil, la separación de españoles otra vez en bandos y destruir la convivencia social. El objetivo último de esta exhibición de extremismo incivil no es otro que asegurar un estado de conflicto permanente en el que la normalidad del debate político, que dejaría al descubierto la vacuidad ideológica de la izquierda española y las consecuencias de su gestión de gobierno, sea sustituida por la algarada de barricada que intimide a la gran mayoría de españoles, que son moderados y sensatos.

El disfraz jurídico puesto a las diatribas contra el Supremo hace aún más patética la pretensión de esta izquierda de apoyar así a Garzón. Los portavoces del acto asambleario de la Facultad de Medicina eligieron mal sus argumentos, como el de afirmar que los jueces del Supremo harían imposible un juicio como el de Nüremberg. Lo que haría imposible un proceso así es la Constitución de 1978, que prohíbe los tribunales de excepción, como lo fue aquél. En todo caso, si algo de lo oído estos días recuerda al nazismo es el empeño de esta izquierda rancia en recuperar el Derecho Penal de autor, aquella aberración jurídica con la que los nazis condenaban o absolvían según las circunstancias del autor, no por su responsabilidad. Ahora sabemos que esta izquierda, si pudiera, impondría en la justicia penal criterios totalitarios para discriminar por razones ideológicas a los ciudadanos. Su discurso en la Complutense fue predemocrático, auténticamente reaccionario.

«El objetivo de esta exhibición de extremismo incivil es asegurar un estado de conflicto permanente a través de la algarada de barricada»

Nada de lo sucedido ha sido, sin embargo, fruto de un apasionamiento sorpresivo. Son muchos años los que lleva acumulada la política de Rodríguez Zapatero de impulsar un revisionismo histórico, oculto tras las buenas intenciones de reparar el daño sufrido por las víctimas del franquismo -cuyas legítimas aspiraciones sólo son atendibles en el marco de la ley, no fuera de él-, pero que persigue dejar sin efecto un pacto constitucional basado en la paridad y la transacción entre derecha-izquierda. Animados por la inducción del Gobierno socialista, algunos sectores de la izquierda se creen autorizados para cargar contra las instituciones del Estado democrático y de Derecho, descalificándolas como prolongación del franquismo. Las reglas del juego se están rompiendo y lo peor de todo es la satisfacción neroniana con la que el PSOE contempla la quema de la convivencia en un país que decidió superar en 1978 una historia desangrada por enfrentamientos civiles. Retomar ahora el balance de culpas -por supuesto, siempre ajenas-, erigirse en controlador de la democracia y apartarse de los cauces constitucionales es una irresponsabilidad de la izquierda en la que ésta debe cesar.

Lamentablemente, tal estrategia de crispación no sólo puede no ceder a corto plazo, sino que cabe la preocupante posibilidad de que se incremente, simplemente porque la izquierda considere que es la manera de movilizarse para atajar las victorias electorales de la derecha. Son síntomas de una predisposición nada democrática a asumir una alternativa política, un cambio de gobierno; clara advertencia al mismo tiempo para el Partido Popular, emplazado a no secundar la deriva ultramontana de la izquierda, tanto como a no tolerar que España acabe sumida en el revanchismo, la confrontación y la crisis constitucional que abandera esa izquierda antidemocrática que asoma parapetada tras Garzón.


ABC - Editorial

El Gobierno también se levanta contra el Supremo

Otro prueba de que el presidente y su Gobierno fingen querer parar con una mano lo que en realidad están impulsando con la otra son las declaraciones de este mismo miércoles de varios miembros del Ejecutivo y del PSOE.

Si el presidente del Gobierno hubiera querido de verdad abortar la insurrección guerracivilista y totalitaria contra el Tribunal Supremo que él mismo ha gestado con su sectaria y cainita Ley de Memoria Histórica, con su desprecio a la transición y con sus públicos respaldos a un juez imputado por tres delitos de prevaricación como Garzón, en lugar de pedir hipócritamente respeto al poder judicial, lo primero que habría hecho es condenar abiertamente las calumnias que han sufrido los magistrados del Alto Tribunal, para acto seguido cesar de sus cargos a quienes, como el secretario de Estado Gaspar Zarrías o el miembro de la Ejecutiva Federal Pedro Zerolo, participaron y aplaudieron en el aquelarre antidemocrático vivido en la Complutense el pasado martes.

Ya resulta impresentable que una institución que se financia con dinero público y que debería ser ejemplo de respeto y tolerancia, como es una universidad, se utilice para insultar a los miembros del Poder Judicial. Tan impresentable como que UGT y CCOO movilicen a liberados sindicales, financiados con el dinero del contribuyente, con el mismo antidemocrático objetivo de denigrar a los miembros del Tribunal Supremo. Ahora bien, que miembros del Gobierno y del partido que lo ocupa, como Zarrías o Zerolo, sigan ostentando sus cargos después de haber dado respaldo a ese acto insurreccional contra el Estado de Derecho es muestra de la impostura del presidente del Gobierno.

Otro tanto se podría decir de otro entusiasta participante en el acto, como el alcalde y presidente de la FEMP, Pedro Castro. Zapatero ya respaldó a Castro cuando éste, en una muestra de desprecio a la democracia y a la federación de municipios de muy distintos signos políticos que preside, llamó "tontos de los cojones" a los votantes del PP. Aunque él no los haya proferido ahora, el respaldo de Castro a un acto en el que se han dirigido insultos mucho más graves contra los magistrados del Supremo sería más que suficiente para que Castro cesara de manera fulminante.

A este respecto bien está que desde el PP y UPyD, Rajoy y Díez, respectivamente, hayan pedido con la necesaria firmeza la dimisión del secretario de Estado Zarrías. Pero no deberían olvidar el cese que, por el mismo motivo, merece quien preside la Federación que agrupa a todos los municipios de España.

Otro prueba de que el presidente y su Gobierno fingen querer parar con una mano lo que en realidad están impulsando con la otra son las declaraciones de este mismo miércoles de varios miembros del Ejecutivo y del PSOE. Así, el ministro de Industria, Miguel Sebastián, tras la retórica petición de "respeto a la justicia" con la que simulan estar al margen del agitprop guerracivilista, ha pasado inmediatamente a decir que en España siguen existiendo "restos del franquismo". Vamos, como si la razón por la que Garzón estuviera imputado no fuera la ley que nos hemos dado en democracia.

¿Y qué decir del lehendakari socialista, Patxi López, que ha acusado a los magistrados del Supremo de "connivencia" con los que acusan y de "avalar la utilización perversa de uno de los grandes logros de la democracia como es la acusación popular"? Si la acusación popular es ciertamente un logro democrático es precisamente porque amplia el derecho de todos los ciudadanos a apelar a la justicia, derecho que, a la vista está, los defensores de Garzón pretender conceder o negar a los ciudadanos en función de su ideología.

Finalmente, no nos podemos dejar en el tintero al titular de Fomento y vicesecretario general del PSOE, José Blanco, quien, siguiendo el mismo guión, ha empezado por decir que "hay que mirar al fututo", para acto seguido apelar a la necesidad de "reparar la memoria del pasado". "Por eso me cuesta mucho trabajo entender y comprender que los falangistas sienten en el banquillo a aquel que ha tratado de recuperar la memoria de los que sufrieron la dictadura".

Además de que no es tarea ni de un juez ni de ningún político "reparar" algo tan subjetivo y personal como es la memoria de cualquier ciudadano, si Garzón se sienta en el banquillo no es por la existencia de la Falange, sino por su inobservancia, presuntamente deliberada, de la ley. Si esto no lo entiende el ministro de Fomento, que se vaya a casa y que lea la Constitución. Ni siquiera aspiramos a que concluya su carrera de Derecho.


Libertad Digital - Editorial

Jueces y justicia. Por José María Carrascal

Estamos en la semana de la Justicia, con mayúscula, y sólo pensarlo produce escalofríos. Porque la Justicia es la ley de la gravedad del Estado de Derecho.

Si se desploma, sobreviene el caos. Un país puede vivir sin gobierno, sin parlamento, sin medios de comunicación. Pero no puede vivir sin Justicia. Sería devolverlo a la ley de la selva, a la sinrazón de la fuerza bruta.

El jueves, el juez Garzón declarará ante el Tribunal Supremo por el segundo delito que se le imputa, los 320.000 dólares que cobró por las conferencias en el Centro Rey Juan Carlos, de la Universidad de Nueva York, durante su estancia en aquella ciudad los años 2005 y 2006, en excedencia con sueldo, al haber declarado que no tenía otros ingresos. Mientras el Consejo General del Poder Judicial sopesa si apartarle o no de la magistratura, tras habérsele encausado por declararse competente para investigar los crímenes del franquismo, de lo que luego se retractó, cediendo la causa a los tribunales madrileños.


Coincide con lo que tendría que ser la sentencia definitiva del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán, tras años de deliberaciones, muertes de algunos magistrados, cumplimiento del término de otros y presiones de todas clases sobre ellos. La presidenta intenta sacar adelante una mayoría que dé dignidad al fallo y la libre de tener que usar su voto de calidad para producir una sentencia que sea un empate. Pero eso no es nada comparado con su último objetivo: contentar a los catalanes y respetar la Constitución. La cuadratura del círculo. De no encontrársele solución, habría que seguir esperando esa sentencia, aunque ya como se espera a Godot en la obra de Beckett: sin esperanzas de que llegue. Y si llega, será demasiado tarde.

Pero tampoco puede uno cruzarse de brazos en este momento crítico para la Justicia española, que es tanto como decir España, por lo que voy a reflexionar en voz alta sobre ella, invitándoles a acompañarme. Y lo primero que tengo que decir es que se necesita una madera especial para ser juez, posiblemente el más difícil de los quehaceres humanos. No basta la memoria, la aplicación y la inteligencia. Se necesita también capacidad de análisis, conocimiento de la naturaleza humana, valentía, prudencia, coraje y modestia, cualidades que no suelen darse juntas. De mi curso de bachillerato, como creo de todos, salieron muchos médicos, muchos abogados, pero sólo un juez, que no por nada era el mejor de la clase, no por la brillantez, sino por la madurez ya palpable en aquellos años mozos.

El juez necesita todo ello para ser, ante todo, imparcial. Y no se puede ser imparcial si no se es independiente. Independiente de todos los otros poderes del Estado, el Ejecutivo en primer lugar, siempre ansioso de más atribuciones sin dar cuenta de cómo las usa. E independiente de la moda, de la corriente que prevalece en cada momento, pues el juez tiene sólo una hoja de ruta, la ley, justo lo contrario de la moda.

Tan lejos va la independencia del juez que le obliga a ser independiente de sí mismo, algo bastante más difícil que la independencia de otro. Ha de liberarse de sus pre-juicios, para que no contaminen sus juicios. Prejuicios de todo tipo, personales, familiares, corporativos, ideológicos sobre todo. La ideología, mucho más que el dinero, es la gran corruptora de la Justicia, la causa de los mayores errores judiciales y de las mayores injusticias. De ahí que sea la gran tentación, el mayor escollo a salvar por los jueces. O para los que se creen jueces, pues para los verdaderos jueces no hay otra tentación que hacer justicia.

«Defender a Garzón era la coartada para poner en solfa la legitimidad del Supremo, acusado de «cómplice de las torturas de la dictadura»

Generalmente, cuando los mortales juzgamos a otro, lo que solemos hacer es preguntarnos sin darnos cuenta: ¿qué hubiera hecho yo en su lugar? Y si la respuesta coincide con lo que ha hecho el otro, lo juzgamos bueno, mientras si no coincide, lo juzgamos malo.

Pero el juez no puede permitirse ese lujo. Tiene que saltar sobre su sombra, superarse a sí mismo, y en vez de preguntarse ¿qué hubiera hecho yo en su lugar?, preguntar ¿se ajusta o no a la ley lo que ha hecho? ¿Tenía o no derecho a hacerlo? Independientemente de lo que hubiera hecho él o de lo que le hubiese gustado hacer. Sólo así su juicio será imparcial, es decir, justo.

El juez tampoco tiene que dejarse deslumbrar por las intenciones. Todas las intenciones son buenas mientras sus consecuencias no resulten malas. Todos los acusados encuentran excusas para su proceder, no importa los daños que hayan causado. Todo el mundo es inocente ante sus propios ojos y ante los que simpatizan con él, por una razón u otra. Lo que ya no son tan inocentes son los males que causan muchos hechos bienintencionados. Ya dice el refrán que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Siendo el juez el encargado de proveer la reparación y el castigo correspondiente. Una justicia blanda, complaciente, es una invitación a seguir delinquiendo. Aunque tampoco debe olvidarse que una justicia cruel puede hacer del condenado un mártir e incluso un héroe. Algo que nunca debe ocurrir.

Los «tempos» son también importantes. Una justicia rápida invita a la precipitación, con riesgo de error, al no haberse analizado y sopesado todos los factores. Pero una justicia demasiado lenta, una justicia que se pospone una y otra vez, origina tantos o mayores daños. Y el último cinismo es el aplazamiento indefinido, el lavarse las manos, el no emitir sentencia. No porque el juez no tenga opinión sobre el caso, sino para evitar ser juzgado por su sentencia, por miedo a «retratarse». Aunque lo peor de todo es una sentencia ambigua, ambivalente, «interpretativa», de la que puede sacarse todo tipo de conclusiones, incluso contradictorias. Las consecuencias son claras: en vez de resolver un problema, crearía varios.

Un acusado es culpable o es inocente. Como los cargos de que se le acusan se ajustan a no a la ley. Un juez que no responde a estos planteamientos, que no lo plasma en su sentencia está traicionando a la Justicia y, a la postre, está dejando sin castigo a un delincuente o manteniendo las sospechas sobre un inocente. En otras palabras, está abdicando de la tarea que se le ha encomendado. En ese sentido, se hace cómplice pasivo de un delito.

«El objetivo de esta exhibición de extremismo incivil es asegurar un estado de conflicto permanente a través de la algarada de barricada»

Podría uno seguir hablando horas y horas de la Justicia y de los jueces, la más difícil y fascinante de todas las actividades humanas. En su «Ética a Nicómaco», lo resume en la frase: «Todas las virtudes se resumen en actuar justamente». Y nadie tiene el deber de actuar más justamente que los jueces. Dicho esto, sólo me resta decir que estoy convencido de que la inmensa mayoría de los jueces españoles lo hacen. Pero no se habla de ellos, precisamente por ser buenos jueces.

Su principal problema es un ordenamiento constitucional que no sólo no facilita su labor, sino que les pone toda clase de trabas, desde sus nombramientos, escandalosamente politizados, hasta su funcionamiento, con menos recursos que cualquier otra rama de la Administración. Si el Estado ganase dinero con la Justicia, seguro que los juzgados funcionarían como las delegaciones de Hacienda o los servicios de multas de tráfico. Pero lo único que quieren los políticos de los juzgados es controlarlos y que no les controlen a ellos, para que no se descubran sus chanchullos.

No va a ser fácil salvar estos escollos. Pero tengo la esperanza de que la gravedad en que se encuentra la Justicia española, el peligro que corre de ser absorbida por los demás poderes del Estado e incluso por las masas en la calle, haga reaccionar a los verdaderos jueces, que olvidando sus diferencias ideológicas, se pongan de acuerdo para limpiar toda la basura que han arrojado a su patio los que quieren quitarles la máxima dignidad en una monarquía o república: ser los intérpretes de la ley.


ABC - Editorial