viernes, 31 de diciembre de 2010

Pepiño. Por Hermann Tertsch

Ahora, quien todo lo ha ladrado quiere trato exquisito. Mientras no se disculpe Pepiño, Pepiño será por siempre Pepiño.

A Pepiño le molesta que le llamen Pepiño. Nos lo ha dejado muy claro. El excelentísimo señor ministro de Fomento considera ofensivo y ultrajante que alguien se refiera a él con ese cariñoso apelativo que en su tierra natal se utiliza para apelar a los José. Y tiene con ello un problema porque desde luego en Madrid todo el mundo le llama Pepiño. Tanto le molesta que le llamen así que hasta la organización del Partido Socialista ha creído necesario tomar cartas en el asunto. Y doña Elena Valenciano, solemne, ha anunciado que no tolerará que se llame Pepiño a Pepiño. Ya nos contará Elena —doña Elena es otra— cómo piensa impedirlo. Esa manía de decir que no tolerarán lo que no pueden impedir —a no ser que después del estado de alarma proclamen el estado de sitio— está muy arraigada entre los socialistas. En fin, que todos nos insisten en que a Pepiño hay que llamarlo don José, se supone. No sé si —gracias a las muy avanzadas mamarrachadas del nacionalismo gallego, siempre tan angustiado por imitar toda sandez de los nacionalismos vasco y catalán— existe ya una versión en gallego batúa de la canción de «los payasos de la tele» que rece algo así como «Ola, don Pepiño, ola don José». En todo caso, los dos hombres tan cabales y educados de la canción utilizaban el Pepito con la misma cortesía que el don José. Por desgracia para el ministro, en Madrid, don José así a secas sigue siendo don José Ortega y Gasset. Y es improbable que vaya a ser precisamente él llamado a sustituirle.

Lo cierto es que desde que llegó a Madrid, Pepiño ha hecho grandes avances en aspecto, urbanidad e ilustración. Probablemente sea el dirigente socialista que más y mejor ha utilizado el tiempo para pulirse. A él no le pasa como a ese personaje insólito que es la socialista Isabel López Chamosa, a la que casi no se le conoce una frase sin faltas de ortografía. Su continua agresión al idioma lo ha despachado como parte de su identidad proletaria, que asume a mucha honra. Así, la responsable socialista de lidiar con nuestras pensiones insulta a todos los obreros que saben leer y escribir. Y deja claro que las reglas ortográficas son un corsé burgués más que hay que despreciar. Esto no le pasa a Pepiño. Su origen será humilde, pero no le gusta que se le note tanto como a López Chamosa. Por eso hoy es el ministro mejor vestido, con unos trajes, tanto en corte como paño, dignos de un buen conde o un banquero de los de antes. Cierto, la dicción es más difícil de cambiar que el traje. Lo sabía Jorge VI. (Vayan a ver la maravillosa película de «El discurso del rey»). Pepiño se morirá diciendo «conceto» y «ojeto» y «trayeto», pero lo cierto es que pone las palabras en el lugar «correto». Ha aprendido mucho desde sus años de chico para todo en su agrupación socialista. Entonces le llamaban «Blanquito». Que no se queje, que con el «Pepiño» sale ganando. Después de lo dicho alguien puede sentirse tentado a cierta ternura hacia el personaje. Se puede evitar. Es fácil. Recuerden todos los insultos, las insidias y vilezas lanzadas por Pepiño durante años contra todo el que osara levantar la voz contra las tropelías del gobierno socialista. Ya en la oposición agitaba las campañas que tachaban de asesino a Aznar y a la mayoría parlamentaria. Fue el gran insultador hasta llegar a ministro. Ahora, quien todo lo ha ladrado quiere trato exquisito. Mientras no se disculpe Pepiño, Pepiño será por siempre Pepiño.

ABC - Opinión

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