miércoles, 22 de diciembre de 2010

La tribu irredenta. Por M. Martín Ferrand

Hemos institucionalizado de tal manera la dualidad nacional que no sabemos vivir sin ella.

ES de temer que esta España nuestra, tan áspera y ceñuda, no tenga remedio. Vamos arrastrándonos por la Historia sin aprender un ápice de nuestra propia y dolorosa experiencia y, siempre con la casa sin barrer, nos ofuscamos con lo accesorio en grave desprecio por lo fundamental. El resultado es una Nación, en la que muchos no quieren que siga siendo solo una, y en la que el sectarismo constituye el eje de simetría del comportamiento colectivo. En ese sentido resulta aconsejable la lectura del último libro de Joaquín Leguina —El duelo y la revancha— que, con el subtítulo de «los itinerarios del franquismo sobrevenido», constituye un lúcido y jugoso ensayo en el que sustento el pesimismo que sirve de penacho a esta columna. Hemos institucionalizado de tal manera la dualidad nacional que no sabemos vivir sin ella y, unos rojos y otros azules —o viceversa—, vamos zurrandonos la badana. Hasta para divertirnos, en la mitad oriental de la Península la fiesta más frecuente es la de Moros y Cristianos y cursa con la liturgia del combate a trabucazo limpio, en el ejercicio de una memoria histórica no decretada por nadie pero aceptada por todos. Cualquier cosa menos convivir en paz.

Ahora, en los difíciles días que vivimos y mientras se materializa el inquietante y creciente antagonismo entre parados y ciudadanos con empleo, algo que puede llegar al paroxismo de los funcionarios-propietarios de su puesto de trabajo, vamos tirando con el enfrentamiento estéril entre un PSOE acéfalo o, peor, con una cabeza artificial y hueca, un cabezón de cartón piedra como las de los festejos populares, y un PP que se nos muere de prudente a la espera de que la fruta del poder madure y les venga, sin riesgo, a las manos. Asistimos a una nueva tensión dual, la de la cultura cristiana, inseparable de la naturaleza y la tradición —no hablo de fe ni religión— españolas, y las exigencias igualitarias de las prácticas musulmanas. Es decir, un modo de ser contra una creencia intolerante.

El caso del niño musulmán de la Línea de la Concepción, tan sutil como para desmoronarse ante la explicación geográfica del jamón de Trevélez, marca un nuevo tiempo. No por el niño y su familia, que siempre hubo tiquismiquis entre nosotros, sino por la fina sensibilidad de la policía y el fiscal que aceptaron, aunque momentaneamente, la hipótesis del jamón serrano como vehículo para la violencia. Aunque Leguina esté todavía en edad de merecer, podría encabezar un «consejo de ancianos» que trate de meter en cintura, a golpes de lectura y empellones de pensamiento, a esta vieja tribu irredenta. Quizás, también, irredimible.


ABC - Opinión

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