jueves, 30 de diciembre de 2010

Cuatro pilares para un gobierno. Por M. Martín Ferrand

Los discursos del líder del PP siempre tienen mucho de desafío, como quien espera un próximo triunfo.

MARIANO Rajoy, como si fuera un personaje de Eduardo Marquina —que lo parece—, podría rematar sus intervenciones con un verso de En Flandes se ha puesto el sol: «España y yo somos así, señora». Los discursos del líder del PP siempre tienen algo de altaneros, como corresponde a los tímidos, y mucho de desafío, como quien espera un próximo triunfo que se va dilatando en el tiempo. Acaba de anunciar que, si gana las próximas legislativas, su Gobierno será «moderado, centrista, integrador y reformista». Es una expresión cabalística, más propia del Oráculo de Delfos que de un líder en edad, y necesidad, de merecer.

Eso de la «moderación» se usa mucho en las definiciones políticas al uso. En realidad es un invento socialdemócrata para distanciar su imagen del radicalismo típico del socialismo real y, en Europa, viene siendo un comodín dialéctico de la cristianodemocracia. O de lo que queda de ella. ¿Será ese el sentido «moderado» que Rajoy prepara para su Gobierno venidero?


Si hay algo políticamente inclasificable es el «centro», aunque todos lo usemos como el punto de equilibrio entre la izquierda rabiosa y la derecha rampante; pero, según se desplacen sus puntos de referencia, el centro se mueve como un diábolo por las cuerdas que le guían. El centro es un concepto que solo tiene diáfano su respeto por el Estado de bienestar, esa quimera a la que, por las buenas o por las malas, habrá que ir renunciando.

El deseo «integrador» le honra al líder de la gaviota. Una España compacta, integrada y respetuosa con todas sus peculiaridades personales y territoriales es tan deseable como difícil. Podría, mientras le llega el momento, ejercitarse con la integración dentro de su propia sigla para que ejemplos paradigmáticos, como el de Francisco Álvarez Cascos, no demuestren que el interés de los caciquillos locales se antepone a la voluntad de la mayoría y al éxito de la formación.

Además, «reformista». Tremenda palabra. José María Aznar, en el 93 y el 96, utilizó el concepto y prometió una regeneración democrática que tiró por la borda en el hotel Majestic. Antes, Miguel Roca fundó un partido —Partido Reformista Democrático—, del que fue candidato sin ser militante y no alcanzó, en toda España, los doscientos mil votos, ni un solo diputado, a pesar del despliegue de medios y de notables adheridos. Cuidado con el reformismo, que los tiempos demandan revolución.

Quizá debiera Rajoy revisar las cuatro patas sobre las que espera encaramarse a La Moncloa. Unas son demasiado abstractas y otras excesivamente concretas y, en su conjunto, escasamente diferenciales. Más programa y menos poesía.


ABC - Editorial

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