domingo, 12 de diciembre de 2010

Assange y otros piratas. Por M. Martín Ferrand

Una dosis de miseria es imprescindible en el ejercicio del poder. Lo que resulta intolerable es que se note.

JULIAN Assange y su Wikileak son la expresión máxima y contemporánea del terrorismo no cruento, pero dinamitador de prestigios y enrarecedor de las relaciones internacionales. Sus «filtraciones», especialmente las de los documentos reservados del Departamento de Estado norteamericano, demuestran la perversidad del método y, simultáneamente y para mayor alarma, la incapacidad vigilante de la primera potencia mundial. Assange recuerda a Sir Francis Drake, un tipejo que alcanzó la fama por dar la vuelta al mundo —¡sesenta años después que Juan Sebastián Elcano!— y la gloria y el reconocimiento de la reina Isabel I de Inglaterra por atacar, con daños para la población civil, ciudades como Cádiz o La Coruña además de sus correrías por la orilla oeste del Atlántico y la este del Pacífico. El australiano usa el Wikileak y el inglés viajaba a bordo de un galeón rebautizado como Golden Hind; pero los dos, vocacionalmente transgresores, al servicio de su propio interés. Otra cosa es que la filtración difundida por Intenet sea, además, materia para un brillante trabajo periodístico y que de las correrías de Drake se derivara grandeza para el Imperio que, no siempre con buenas artes, heredó el nuestro.

Lo que merece mayor reflexión, por las enseñanzas que pueden derivarse de ella, es la debilidad, en el XVI, de la Corona de España frente a corsarios y filibusteros de baja estofa y, en el XXI, la torpeza de los mecanismos de seguridad del imperio que está de turno en la Historia. Julio Camba reflexionó hace muchos años, en estas mismas páginas, sobre las notas diferenciales norteamericanas. «Es un gran país —decía—, lástima que no tenga nombre; porque eso de Estados Unidos de América no es un nombre, es una descripción. Es como si Maruja, en vez de llamarse María, se llamara “la bonita rubia del segundo izquierda”». Es inevitable que un país sin nombre, por grande y poderoso que sea, termine —literalmente— por perder los papeles y dejarlos en manos de cualquier desaprensivo que, sabe Dios por qué, los cuelga en la red y alimenta con ellos la información de cinco de los grandes periódicos del mundo que, por cierto, hacen lo debido al difundir las filtraciones en las que se pone en evidencia la pequeñez intelectual y ética de algunos de los embajadores que designa Washington para la mayor gloria y esplendor del presidente de guardia en la Casa Blanca.

Una dosis de miseria es imprescindible en el ejercicio del poder. Lo que resulta intolerable es que se note, que trascienda a la opinión pública. La democracia es, básicamente, un poco de certeza con envoltorio litúrgico.


ABC - Opinión

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