martes, 12 de octubre de 2010

¿Qué fiesta? ¿Qué nación?. Por Tomás Cuesta

Si la nación es un concepto que varía en función de quién juegue y de cómo vengan dadas, la Fiesta Nacional ni es fiesta, ni es nacional.

EN un país lastrado por una cotidianidad abstrusa, fantasmal y volátil; en un país que niega lo que ha sido, cuestiona lo que es y alberga serias dudas sobre lo que será mañana; en un país en el que los acuerdos se construyen a golpe de chantajes y de trágalas; en ese país que, por obstinación o por milagro, alienta todavía bajo el copyrightde España, hoy se celebra una Fiesta Nacional que se parece mucho a un funeral de Estado. El 12 de Octubre se conmemora en Nueva York y se solventa en el Paseo de la Castellana. En la otra ribera, es un canto de vida y esperanza; un himno interpretado a corazón batiente y con clarines entusiastas. En esta, sin embargo, se toca con sordina para que no se encrespe el avispero de las identidades y se procura escaquear el bulto tras las cargas del cargo —¡qué coñazo!— y la solemnidad protocolaria.

No hay experiencia festiva del 12 de Octubre. Y, si al español medio se le pregunta de sopetón cuál es la fecha de la fiesta nacional, lo más probable es que se quede un rato dudando. O que ni le suene. La Francia de cada 14 de julio es una inmensa juerga, cargada, claro está, de tópicos de «bal musette», pero tan identificable como la del propio cumpleaños. Así lo es, en diversa medida conforme a la jovialidad local, en todos los países. Menos en éste. El 12 de Octubre a algunos les suena a rancio: a «Día de la Hispanidad», o, incluso, «vade retro», a «Día de la Raza». A la mayoría, no obstante, ni les suena, y, puesto que la sordera educativa avanza, no hay ningún peligro de que pudieran atar cabos.


La hipérbole escénica, en cualquier caso, es de una nitidez pasmosa, de una eficacia deslumbrante. El hecho de que el desfile de los ejércitos de España lo organice una ministra que descree de la realidad de España —a no ser como potencia sojuzgadora de la pequeña patria catalana—, es el mejor ejemplo de que el teatro del absurdo nunca es más elocuente que cuando se representa a pie de calle. Si la nación es un concepto que varía en función de quién juegue y de cómo vengan dadas, la Fiesta Nacional ni es fiesta, ni es nacional y ni siquiera tiene gracia. Es una pantomima inane, un paripé oficial de perfil bajo. ¿Bajo? Mejor bajísimo. Apenas un susurro. A cencerros tapados y sin ofender a nadie.

Despojada de significación, huérfana del aliento de los ciudadanos, la festividad de hoy tiene un estigma clandestino aunque se intente revestir con jeribeques y camuflar con pompa y circunstancia. La clandestinidad, empero, es la cifra y la clave de una España huidiza, de un pueblo amedrentando. Pregunten por ahí qué sucedió el 12 de Octubre. Contabilicen las respuestas orgullosas, sumen las excusas vergonzantes y se harán una ligera idea del páramo en el que estamos.
Y es que, al fin y al cabo, lo letal es la inopia, la incuria, la ignorancia. Reírse del patriotismo es imposible si el patriotismo es un enigma inescrutable. Brassens, en «La mauvaise reputation», presumía de escandalizar a los burgueses quedándose tumbado a la bartola mientras la «grandeur» marcaba el paso. Aquí y ahora, las tornas han cambiado y el único modo de ser piedra de escándalo es jalear a la Legión y añorar a la cabra.


ABC - Opinión

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