sábado, 16 de octubre de 2010

La jauría informativa. Por M. Martín Ferrand

A esto del periodismo español hay que meterle mano y aislarlo de la principal de las consignas imperantes: todo vale.

EL periodista, en tanto que testigo de la actualidad, debiera comportarse con urbanidad; pero suele ocurrir, en defensa de unos intereses bastardos que se disimulan bajo el paraguas de la solidaridad, que nuestra conducta profesional es impropia de seres civilizados. Los informadores, ciertos o presuntos, acudimos al escenario de los acontecimientos que generan la pasión popular y, sin llegar a ladrar —que todo se andará— actuamos como una auténtica jauría. No renuncio a mi condición de periodista; pero, lo confieso, me avergüenzo de ella y, unas veces por el descarado sectarismo y otras por la ostentación de la barbarie procedimental, me siento más cómodo subido en una columna como ésta, como los estilitas medievales, que a pie de obra, donde se le toma el pulso a la realidad.

Una vez más, que España es tierra de excesos crónicos, se esgrimen la libertad de expresión y el derecho a la información, dos pilares de la democracia verdadera, para saltarse a la torera los derechos y las libertades ajenas. El espectáculo que, dentro del marco del macroproceso que conocemos como «caso Malaya», se produjo a las puertas de los juzgados de Marbella con Isabel Pantoja como víctima clama al cielo y señala un montón de focos de responsabilidad no exigida, aunque a todas luces exigible. Quienes dicen ser informadores y periodistas, y es posible que lo sean, se condujeron como energúmenos y, en continuado e intolerable acoso, agredieron a la tonadillera hasta el punto de romperla el vestido que llevaba puesto. Tampoco el juez competente, a quien cabe suponerle discernimiento suficiente, tomó las cautelas debidas tras la citación de un personaje de tan grande popularidad y cabe suponer que el subdelegado del Gobierno en Málaga ostente en otros acontecimientos más sensibilidad y capacidad preventiva que la demostrada en esta ocasión. El orden público sigue siendo competencia de Interior.

Seguramente, los alborotadores, amurallados tras la condición periodística, no se ponían en pie cuando, en sus respectivos centros de enseñanza primaria, el profesor entraba en el aula y, también posiblemente, comían con los dedos y sorbían la sopa sin que sus padres les reprendieran por ello. No han hecho otra cosa que profundizar en sus primeras experiencias; pero, además de las evidentes responsabilidades que concurren en tan sintomático caso, está la metaresponsabilidad de los editores que, por vender un ejemplar o ganar un espectador, pagan a los salvajes por comportarse salvajemente. A esto del periodismo español hay que meterle mano y aislarlo de la principal de las consignas imperantes: todo vale.


ABC - Opinión

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