domingo, 3 de octubre de 2010

Condescendencia. Por Ignacio Camacho

El gatillazo de la huelga estaba más que previsto pero ninguna de las partes trató de impedir el simulacro.

LOS sindicatos no deberían reflexionar sólo sobre el escaso respaldo de su convocatoria de huelga —«moderado», dicen los más objetivos de sus partidarios—sino también sobre su casi nulo impacto social y sobre la rápida disolución de su eco mediático. La movilización del miércoles apenas era ya tema de portada en los periódicos del viernes, desplazada de la agenda por el asfixiado presupuesto gubernamental, y pronto no será más que un brumoso recuerdo, un ruido lejano en la volátil memoria de la opinión pública. Nunca en esta democracia treintañera había tenido una huelga menos alcance ni unos resultados más previsibles; su carácter de escenificación forzosa, la ausencia de involucración ciudadana y el clima de pasteleo con el Gobierno contra el que supuestamente iba destinada no han hecho sino subrayar su irrelevancia.

La mano tendida por el poder a las centrales, simbolizada en el beso amistoso entre De la Vega y Cándido Méndez, viene a subrayar esa voluntad de entendimiento que deja sin sentido el alboroto de la protesta. Pero los dirigentes sindicales deben entender que los guiños del Gobierno no obedecen a su inquietud ante la débil demostración de fuerza sino a la intención de acudir en rescate de unas organizaciones desacreditadas tras su órdago fallido, y en segunda instancia a los remordimientos que Zapatero pueda sentir por los estragos de su propia política. Al presidente le preocupa el alejamiento de la izquierda social en la medida en que perjudica sus ya bien menguadas expectativas electorales, pero sabe que los sindicatos se han desactivado a sí mismos exhibiendo una capacidad movilizadora muy limitada. Su actitud con ellos es ahora de condescendencia; no le interesa la ruptura pero su malestar no le causa la más mínima alarma.

Por eso la huelga ha sido un enorme ejercicio de hipocresía que sólo ha servido para alterar parcialmente la normalidad productiva. La oferta de negociación sobre el desarrollo de la reforma laboral y sobre el debate de las pensiones podía haberse producido perfectamente antes de la jornada de paro, pero el Gobierno quería permitir a los sindicatos su ritual de queja y éstos necesitaban desentumecer en la calle sus atrofiados músculos de rebeldía. El gatillazo estaba pronosticado en las encuestas que conocían ambas partes, pero ninguna trató de impedir el simulacro. El acercamiento posterior es una componenda ficticia porque nunca ha habido querella real, y la gente lo sabe tan bien como sus protagonistas. De ahí el rápido olvido general de un miércoles sin historia en el que lo único que han sacado los sindicatos es el estupor de la sociedad ante su rancia coacción piquetera, impropia de su teórico papel de pilares de una democracia moderna.


ABC - Opinión

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