sábado, 18 de septiembre de 2010

Huelga de abuelos. Por Ignacio Camacho

Propone la UGT una huelga de afecto, un día sin mimos, un paréntesis de generosidad en la entrega de los mayores.

LO sublime y lo ridículo, la genialidad y la estupidez, están a menudos separados por un leve hilo de oportunidad, por el matiz suave de una modulación, por la efímera luz de un fogonazo de brillantez; sólo un segundo de tardanza o un instante de impremeditación convierten la ocurrencia más feliz en una solemne patochada. En ocasiones depende de la personalidad del autor, de su marca de prestigio intelectual o de su aura sensatez moral, que la formulación de una misma idea sea percibida como la afortunada expresión de una inteligencia privilegiada o una pedestre destilación de vulgaridad insufrible. Dalí solía decir, con su sarcástica arrogancia, que todo el mundo consideraba genial la mayor bobada que brotase de sus labios mientras cualquier acierto de un mediocre continúa siendo siempre una mediocridad insoslayable.

Algo así ocurre con la insólita propuesta del secretario general de la UGT andaluza para que los abuelos hagan huelga de afecto el día 29; no está claro si se trata de una clamorosa majadería, una fastuosa salida de pata de banco, o una sofisticada y revolucionaria iniciativa estratégica. A simple vista parece, desde luego, el despropósito marginal de un sindicalista desnortado ante una convocatoria que se presume de incierto seguimiento; pero también podría tratarse, si se mira con cierta benevolencia, de una novedosa manera de abordar la protesta social desde el interior de los núcleos sentimentales y afectivos que estructuran la vida laboral contemporánea más allá de las leyes, los estatutos y los convenios. Una huelga de abuelos para bloquear un país; un cierre masivo de la inmensa guardería familiar que permite a tantos padres y madres incorporarse a un trabajo que no podrían atender sin el auxilio silencioso y gratuito de unos abnegados mayores con las pensiones congeladas. Genialidad o sandez; tal vez las dos cosas al mismo tiempo.


Porque, por inteligente que pudiese resultar la fórmula en la mera teoría de las relaciones productivas, efectivamente dependientes en gran medida de ese callado tejido anudado con lazos de cariño, el sindicalista Pastrana olvida en su sectaria elucubración el papel supremo de los sentimientos para subordinarlos a un prosaico designio ideológico. Y soslaya el valor de las risas infantiles, del ruido alborotado de la chiquillería, de los abrazos y de la ternura como terapia impagable contra la soledad y el desamparo. Propone el ugetista una huelga de besos, un día sin juegos ni mimos, un paréntesis de generosidad en las casas de unos ancianos a los que en su delirio identifica con simples niñeros resignados capaces de declarar un paro técnico de su infinita entrega. Sí, definitivamente un desatino, una memez, una simpleza. O algo peor: el siniestro, inconsciente delirio orwelliano de una sociedad dominada por la pauta unívoca de la política.

ABC - Opinión

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