Como ya ocurrió en Somalia, el mensaje que captan los terroristas es que nuestro país es vulnerable a las presiones, a diferencia de otros Estados miembros de la UE.
OCHO millones de euros parece ser la cantidad desembolsada por la liberación de los cooperantes españoles en poder de la franquicia magrebí de Al Qaida, además del canje de los rehenes por el mercenario responsable del secuestro, condenado en Mauritania y trasladado a Malí. Ningún gobierno reconoce abiertamente el pago de un rescate, no sólo porque se trata de una conducta ilegal, sino también por evidentes razones de prudencia política. Sin embargo, todos los indicios apuntan en ese sentido y el silencio oficial alimenta los rumores y las suspicacias. El Ejecutivo no da explicaciones, y ello contribuye a ofrecer una muestra de debilidad que perjudica seriamente la imagen de España en una región especialmente conflictiva del planeta. Como ya ocurrió en Somalia, el mensaje que captan los terroristas es que nuestro país es vulnerable a las presiones, a diferencia de otros Estados miembros de la UE. Sin duda, la vida y la libertad de los secuestrados es un valor de máxima relevancia, pero conviene no olvidar que el dinero obtenido por los secuestradores sirve para financiar a una organización terrorista que funciona a escala global y está dispuesta a realizar nuevos atentados contra intereses españoles.
La presencia de las ONG en zonas de alto riesgo genera una lógica inquietud en la opinión pública. Nadie pone en duda las buenas intenciones de quienes prestan ayuda humanitaria a los más desfavorecidos, pero la prudencia se impone en estas circunstancias porque se trata de territorios donde los delincuentes actúan a sus anchas y ningún Estado garantiza la seguridad. Como es notorio, cualquier incidente obliga después a complejos esfuerzos diplomáticos y supone un coste notable en dinero público, por vías directas o indirectas. Si las organizaciones persisten en sus planteamientos, el Gobierno debería exigirles requisitos muy rigurosos e incluso impedir unas actuaciones que —más allá de su valoración subjetiva— suponen un perjuicio objetivo para el interés público. La sociedad española contempla con lógica satisfacción la libertad de Vilalta y Pascual, pero observa con grave preocupación las muchas zonas de sombra que concurren en este asunto y, en particular, el nuevo deterioro de la imagen internacional de España. Tal vez si el Gobierno ofreciera algunos datos más concretos, sin vulnerar las reglas de la discreción en asuntos tan delicados, habría más elementos de juicio para comparar la actuación de nuestras autoridades con la de otros países que sufren también estas agresiones injustificables.
ABC - Editorial
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