miércoles, 25 de agosto de 2010

Celebrar el fracaso. Por Ignacio Camacho

No ha lugar al triunfalismo. Cuando media un rescate fracasa el principio de legalidad y sólo triunfa el del mal menor.

EL único final feliz posible de un secuestro consiste en la rendición, entrega o captura de los secuestradores después de haber puesto en libertad a sus víctimas. Cuando media un rescate fracasa el principio de legalidad y triunfa el del mal menor, ante lo que sólo cabe una alegría matizada por el retorno salvo de los rehenes, que se produce a costa de una quiebra del orden y del derecho. En el caso de los cooperantes catalanes nadie que albergue sentimientos decentes puede dejar de compartir su alivio por el final de la pesadilla, pero el Gobierno no tiene nada que celebrar porque sencillamente ha claudicado. La comparecencia del presidente Zapatero fue un gesto de triunfalismo inaceptable; no admitió preguntas porque él mismo sabía que no tenía respuestas. Respuestas presentables en un líder democrático.

El pago de rescates es un viscoso dilema ético —elegir entre dos males— en el que resulta difícil encontrar respuestas claras. Quienes parecen hallarse en posesión de contundentes certezas de barra de bar deberían contrastarlas situándose con honestidad en la posición de las víctimas o en la de las autoridades encargadas de decidir sobre el chantaje. La preservación de la vida de los rehenes como bien de protección prioritaria suele entenderse como la solución más razonable desde el punto de vista pragmático; todas las demás son sangrientas. En España ha habido sentencias judiciales que han apreciado en la entrega del dinero atenuantes de fuerza mayor, y a ellas conviene atenerse antes de emitir veredictos morales genéricos. Ahora bien: si hay que pagar se paga aceptando que no queda más remedio, pero con discreta resignación y sin sacar pecho encima. Presumir de gestionar adecuadamente el sometimiento a una amenaza es ufanarse de hacer bien lo que no está bien hecho. Y aunque ha habido precedentes —en el episodio del «Alakrana»— en que hasta eso se ha resuelto de forma incompetente y chapucera, el Estado no se puede vanagloriar de una derrota. Para jactarse ya están los terroristas, cuyo arrogante comunicado constituye una humillación tan penosa como la libertad negociada del responsable del secuestro.

Ni el Gobierno ni su presidente pueden ignorar que este desenlace va a tener consecuencias. Los terroristas son ahora más fuertes y disponen de más medios, y los ciudadanos somos de alguna forma menos libres, por no hablar del enojoso agravio comparativo con otros Estados menos transigentes. El mensaje de debilidad es evidente, y bajo la alegría elemental del retorno de nuestros compatriotas queda el sinsabor amargo de un fracaso moral y político que no merece autocomplacencia ni euforia. Quizá tengamos que resignarnos a admitir que a veces nos toca perder como fórmula de supervivencia. Sea, pero preservemos al menos la dignidad de no celebrar nuestras propias frustraciones.


ABC - Opinión

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