jueves, 12 de agosto de 2010

Clientelismo sin clientela. Por Ignacio Camacho

La vigilancia de los mercados ha levantado una sombra implacable sobre las tentaciones clientelistas del Gobierno.

EL clientelismo es una estrategia política muy rentable siempre que existan fondos públicos para complacer a la clientela. El problema surge cuando faltan recursos con los que sostener un sistema que se basa en el reparto de ayudas, subvenciones y contratos; la gente se acostumbra a recibir y tiende a cabrearse si merman las dádivas y beneficios. Donde no hay harina todo es mohína. Al convertirse en un régimen clientelar, asentado durante el felipismo y sólidamente establecido en comunidades como Andalucía, Castilla-La Mancha o Extremadura, la socialdemocracia española ha vinculado su hegemonía a la disponibilidad presupuestaria, que la crisis ha cercenado de una manera descarnada tras dos años de alegre despilfarro zapaterista. El principal enemigo actual del clientelismo lo constituye un sujeto sin rostro al que se ha dado en llamar «los mercados»; inversores anónimos que sostienen la deuda pública y también son, a su manera, clientes del Estado. Clientes que quieren cobrar sus préstamos y exigen garantías financieras con crudeza y sin remilgos.

La vigilancia de los mercados ha levantado sobre el Gobierno una sombra implacable e incómoda. El nuevo avatar reformista de Zapatero les complace en tanto se muestre fiel al mandato explícito del ajuste, pero el presidente necesita hacer guiños a su parroquia política si quiere recoger algún rédito electoral. Los recortes forzosos le han dejado telarañas en la chequera y en las autonomías y ayuntamientos crece un clamor urgente y pesaroso de necesidades de gasto ante las elecciones de 2011. Como dicen algunos dirigentes del PSOE andaluz —un partido que ha construido una red clientelar de asombrosa urdimbre social—, «tenemos que darles cositas a los nuestros». El problema es que esas cositas cuestan un dinero que el Estado ya no puede obtener ni a crédito.

El martes, Zapatero amagó en Mallorca con un alivio de las restricciones inversoras de Fomento —«reprogramación» es el eufemismo de la simple cancelación de proyectos o de su dilación sine die— para darle aire a la demanda de gasto y los mercados reaccionaron con una crueldad fulminante y despiadada: aumentaron nueve puntos la prima de riesgo española y volvieron a incrementar el spread, el diferencial con el bono alemán cuya estabilidad tortura al presidente desde que se ha enterado de su existencia. Esta gente del dinero es muy quisquillosa y no toma vacaciones. Su respuesta rápida e inclemente sitúa al Ejecutivo socialista bajo la presión de una doble tenaza: de un lado los prestamistas internacionales y de otro los electores de tierra adentro. Entre ambas clientelas bascula el estrecho margen de decisión de un Gobierno cuyas opciones se reducen ya a elegir a quién defrauda. Si desengaña a los votantes perderá las elecciones; si enfada a los mercados arruinará al país y, al final, acabará perdiendo también el poder.


ABC - Opinión

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