Sin sesgo ideológico ni partidista, los ciudadanos han dado un paso para que ciertas cosas cambien en el futuro, como empezar a enfocar los problemas con un sentido nacional y solidario.
ES ingenuo pensar que la reacción social por la victoria de la selección española de fútbol en el Mundial de Sudáfrica va a tener repercusión inmediata en la situación política del país o que va a provocar cambios en las relaciones entre el Gobierno y la oposición, que hoy se verán de nuevo las caras en el Debate sobre el estado de la Nación. Hay que manejar con realismo estas movilizaciones ciudadanas y admitir que sus componentes coyunturales no van a provocar una súbita reconversión de la clase política hacia actitudes más virtuosas de respeto recíproco y atención al bien común. Sería suficiente con que esa clase política reconociera que España no es exactamente como se ha venido reflejando en su forma de representarla, y menos aún en la forma de gobernarla actualmente. Desde hace unos años, el escenario político está dominado por propuestas de discordia que han enfrentado a unas comunidades con otras, que han irrumpido en la Historia con ánimo de revancha, que han levantado conflictos sobre el agua o las lenguas. El sentido de la Transición y el pacto constituyente han sido abandonados por una acción de gobierno orientada a la división ciudadana y a la segregación del Estado. Esta situación es resultado de decisiones y alianzas políticas muy concretas, cuyo objetivo era, precisamente, el debilitamiento de las estructuras nacionales, tanto políticas como históricas y sociales.
El valor de estos días de júbilo por el éxito mundial de la selección es el de rebatir a quienes han diseñado una España fragmentaria y desvertebrada como la fórmula de convivencia —o de mera coexistencia— para los próximos años. La reinvención de España como el residuo del Estado autonómico —o federal— es un fracaso, pero no como consecuencia de una impugnación política o jurídica, sino por violentar un sentimiento absolutamente mayoritario. La espontaneidad de las manifestaciones de apoyo a la selección y de la exhibición masiva de la bandera nacional debería ser un toque de atención al Gobierno para aprender definitivamente que hay una España dispuesta, como es lógico, a aceptar su diversidad interna, pero deseosa de que se comience a dar protagonismo a lo que la une. Sin sesgo ideológico ni partidista, los ciudadanos han dado un paso para que ciertas cosas cambien en el futuro, como empezar a enfocar los problemas con un sentido nacional y solidario, clausurando esta etapa de discordias territoriales y revisionismos históricos. No conviene exagerar sobre el alcance político de estas jornadas de alegría nacional, pero menos aún ignorar la autenticidad de los sentimientos de patriotismo y orgullo que han hecho vibrar a España.
ABC - Editorial
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