Nada queda de aquella vieja angustia, de aquel cansancio histórico que pesaba como un fardo de frustraciones.
TODAVÍA no sabes muy bien qué haces ahí, plantado en medio de la plaza atestada de jóvenes eufóricos con las caras pintadas de rojo y amarillo y las banderas colgadas del cuello y de la espalda, una chavalería exultante que baila y canta a coro «yo soy español, español, español» con el aire remoto de una balalaika. Simplemente te has dejado llevar al oír desde el balcón los claxons rítmicos y el rumor creciente de la marea en la calle; has permitido que tus pies te conduzcan sin rumbo hasta el corazón de una fiesta alborotada, húmeda de cerveza y calimocho, en la que la palabra España domina los cánticos con una satisfecha impronta de orgullo y de victoria. Quizá te hayas sumado a ese carrusel radiante y entusiasta porque nunca lo sentiste así, porque para ti y tu generación España fue siempre un dolor y un problema, un sueño roto, un ideal fracasado, un naufragio moral. Una derrota tan distinta de este clima triunfal, de esta atmósfera impetuosa y alegre que impregna la celebración con la naturalidad desenfadada de un optimismo sin remordimientos ni culpas ni resignaciones.
Nada queda a tu alrededor de aquella vieja angustia dividida por la pesadumbre, de aquel yermo cansancio histórico que pesaba en el alma como un fardo de sufrimientos y frustraciones. Lo sabes cuando te rodea esa multitud desahogada que agita las banderas con un ardor espontáneo, fogoso, pasional; esa dulce marea de rojo que brinca y salta con un ímpetu virgen de decepciones y desencantos. Quizá tus propios hijos estén ahí, confundidos en la montonera disfrutona a la que te asomas como el invitado que acaso de hecho seas: invitado al fin a la fiesta tanto tiempo aplazada de un país sin obsesiones ni trabas ni desengaños.
Todo ese sentimiento de pertenencia ha estallado en una sacudida de júbilo cuando alguien ha trepado hasta la fuente central para anudar en lo alto una enorme bandera rojigualda que desata clamores en la plaza. El estribillo de «yo soy español» atruena la noche como una fluida ola de patriotismo sentimental y desacomplejado. Entonces lo has comprendido: simplemente se trata de una generación sin fantasmas. La tuya quedó inhabilitada por la angustia , secuestrada por el mal fario, minusválida de emociones. Has mirado a tu alrededor las camisetas rojas, los balcones engalanados de enseñas, la muchachada de rostros pintados en los que no se atisba un solo rasgo ni una sola huella de vuestras viejas maldiciones. Sí, están ahí por el fútbol, es verdad, pero no es sólo el fútbol lo que agita este espasmo de identidades amontonadas. Es una vibración, un pálpito, una certeza: la de España como un sentimiento, al fin, satisfactorio. Como una victoria.
Todo ese sentimiento de pertenencia ha estallado en una sacudida de júbilo cuando alguien ha trepado hasta la fuente central para anudar en lo alto una enorme bandera rojigualda que desata clamores en la plaza. El estribillo de «yo soy español» atruena la noche como una fluida ola de patriotismo sentimental y desacomplejado. Entonces lo has comprendido: simplemente se trata de una generación sin fantasmas. La tuya quedó inhabilitada por la angustia , secuestrada por el mal fario, minusválida de emociones. Has mirado a tu alrededor las camisetas rojas, los balcones engalanados de enseñas, la muchachada de rostros pintados en los que no se atisba un solo rasgo ni una sola huella de vuestras viejas maldiciones. Sí, están ahí por el fútbol, es verdad, pero no es sólo el fútbol lo que agita este espasmo de identidades amontonadas. Es una vibración, un pálpito, una certeza: la de España como un sentimiento, al fin, satisfactorio. Como una victoria.
ABC - Opinión
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