El españolismo vuelve a ser materia para la confrontación en la España arruinada por Zapatero.

EN el supuesto de que España sea una realidad viviente, y no un conjunto de diecisiete fantasmagorías enhebradas las unas con las otras por el hilo de la Historia, debemos reconocer que su estado de salud es delicado y frágil. El primero de los síntomas es el enfurruñamiento constante, fundado o caprichoso, de los españoles. Algo nos pasa que no nos deja estar contentos. Algo, por supuesto, de mayor envergadura que José Luis Rodríguez Zapatero y de más grandes raíces que las de las crisis económica y social que nos afligen. El cuado clínico de tan respetable y voluminoso enfermo tiene más componentes del XIX que del XXI y, al margen del folclore y el casticismo —dos juegos peligrosos—, se parece bastante al de la España que retrató Próspero Mérimée que, ya lo decía Azorín, es tan verdadera como la de Francisco de Quevedo y Lope de Vega. Una frase mordaz y destructiva tiene aquí el valor de toda una obra y, con distintas actitudes, todos andamos a la espera de que caiga el telón.
Estoy pensando en María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional y, posiblemente, la española que ve llegar el verano con mayor inquietud y angustia. Del mismo modo que la muerte de Fernando VII le dio grandeza y brío al Romanticismo español, la de Franco propició otro rebrote del fenómeno. Entonces fue la Carmen de Mérimée el símbolo y la seña del momento y hoy bien podría serlo, dicho sea con todo respeto, la María Emilia del Constitucional. El españolismo, unos a favor y otros en contra, fue la esencia de la España romántica y vuelve a ser materia para la confrontación en la España arruinada por Zapatero.
Estoy pensando en María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional y, posiblemente, la española que ve llegar el verano con mayor inquietud y angustia. Del mismo modo que la muerte de Fernando VII le dio grandeza y brío al Romanticismo español, la de Franco propició otro rebrote del fenómeno. Entonces fue la Carmen de Mérimée el símbolo y la seña del momento y hoy bien podría serlo, dicho sea con todo respeto, la María Emilia del Constitucional. El españolismo, unos a favor y otros en contra, fue la esencia de la España romántica y vuelve a ser materia para la confrontación en la España arruinada por Zapatero.
Para mañana está convocado un nuevo pleno de los diez magistrados del Alto Tribunal que tiene en sus manos el futuro del Estatuto de Cataluña y, por ende, el de un cierto sosiego en esta absurda pugna entre las partes y el todo en la que hemos instalado el centro y pivote de la realidad nacional. La sentencia parece inminente y ojalá lo sea. Por mala que fuere será menos nociva y desintegradora que un Estatuten vigor, generador y sostén de normas inciertas y gran motor de la inestabilidad del Estado. Algo especialmente indeseable en tiempos de tribulación en los que las prioridades debieran ser la transformación razonable de las estructuras administrativas del Estado, el alivio del paro, la reducción del déficit, la corrección del sistema financiero y el establecimiento de dos pilares fundamentales y hoy evanescentes: la educación exigente y rigurosa de los jóvenes y el funcionamiento cabal de la Justicia. Lo que nos queda por saber es si don José subirá al cadalso...
ABC - Opinión
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