miércoles, 2 de junio de 2010

Mala calidad democrática. Por M. Martín Ferrand

PARECE que es el despido, su valoración y tratamiento, el punto de máxima distancia en el diálogo (?) que mantienen los mal llamados «agentes sociales» para aliviar al Gobierno de su responsabilidad. Eso resulta chusco. Si sumamos el número de pensionistas y jubilados al de funcionarios, amas de casa, menores de edad, estudiantes y, sobre todo, los cuatro millones y medio de parados ya existentes veremos que se trata de una minoría el número de españoles que tienen la posibilidad de ser despedidos por sus empleadores. No parece legítimo anteponer los hipotéticos derechos de esa minoría a los generales de la ciudadanía, algo que sólo se explica en función de la profesionalidad sindical.

Una de las originalidades de la dictadura franquista que todavía perdura en nuestra normativa legal es la de reconocer la «propiedad» del puesto de trabajo a quien lo ocupa. Algo que contrasta con el ideario de la izquierda radical, que considera al Estado propietario y administrador de cada puesto de trabajo y, simultáneamente, con lo generalmente aceptado en las democracias occidentales, en las que los puestos de trabajo son de la Sociedad y a ella se deben. El fulanismo laboral de José Antonio Girón y José Solís que defienden con uñas y dientes sus herederos políticos, tal que Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo, no es propio de nuestro tiempo ni de nuestro entorno y alcanza su máxima inconsistencia teórica cuando los trabajadores con empleo son numéricamente inferiores a los demás ciudadanos, como nos ocurre.

Ese debate estéril, del que huye el Gobierno para no salpicarse con nada que pueda dañar su muy maltrecha imagen, es un síntoma de un sistema de relaciones y representaciones laborales defectuoso y caduco. Caducado. Un testimonio más de la mala calidad democrática que padecemos por degeneración del espíritu de la Transición y que nos lleva a pretender en todos los planos de la vida pública condiciones y privilegios que sobrepasan con mucho nuestra posibilidad económica. Por eso somos un Estado impreciso y una Nación elástica en que, faltos de representatividad verdadera, brotan la inconsistencia política, la incertidumbre jurídica, el abandono educativo, la inseguridad ciudadana, la descalificación de los contrarios y, en lo que afecta a las relaciones laborales, algo que tejen al alimón un empresario en quiebra y unos sindicalistas con olor a naftalina.


ABC - Opinión

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