viernes, 4 de junio de 2010

Bilderberg. Por Ignacio Camacho

LA paranoia conspirativa es apasionante para fabricar best-sellers -ciertos libros se fabrican, no se escriben-, pero infértil para interpretar la realidad con un mínimo de rigor.

La complejidad del mundo no se puede explicar en las claves del Código da Vinci, y por lo general las tesis conspiranoicas sirven de apoyo a peligrosos experimentos demiúrgicos que acaban mal: piensen en los Protocolos de los sabios de Sión. Sin embargo la fuerza de las leyendas, multiplicada en la modernidad a través de la Red, tiene un poder de seducción infinitamente superior al de unas evidencias que acostumbran a resultar prosaicas, insulsas, pedestres en comparación con la sugestión de una patraña, sea la de los judíos del 11-S -¿por qué siempre estarán los hebreos en estas mitologías esotéricas?-, la de las fotos falsas del hombre en la Luna o la de la secta del péndulo de Foucault. No hay nada que hacer frente a un bulo verosímil; nos gustan las sociedades secretas, los poderes ocultos y las manos negras porque nos ayudan a digerir los malos tragos de la vida cotidiana achacándolos a fuerzas clandestinas que manejan nuestra suerte en las sombras. Es demasiado amargo pensar que casi siempre nos buscamos nuestro propio destino.

El último trasunto de logia neomasónica que se ha puesto de moda es el Club Bildelberg, al que los charlatanes profesionales y los arúspices del frikismo atribuyen el poder hereditario de marcar las directrices globales de la política por el simple hecho de que sus miembros son tipos ciertamente influyentes y no dejan entrar a la prensa en sus reuniones. Poco intrigante y nada secreta parece una asamblea que divulga la lista de asistentes, entre los que se encuentran personas tan apacibles como la Reina Sofía, pero la moderna patología de la conjura le ha calzado la etiqueta penumbrosa de gobierno mundial oculto, responsable de alambicadas decisiones estratégicas sobre nuestras tristes existencias anónimas. Bilderberg viene a ser la versión contemporánea de la Trilateral, supuesta cúpula del capitalismo más crudo que en los setenta concitaba incluso la atención pancartera de los sindicatos españoles. Se supone que esta gente ventila la suerte de los mercados financieros, quita y pone presidentes o alumbra liderazgos universales, de tal modo que hasta Obama sería un títere de sus maniobras, y que en Sitges se están jugando a los dados el bombardeo de Irán o el futuro del euro. Algo así como el envés del «efecto mariposa», apoteosis del poder democrático de los actos insignificantes.

Los socios de ese club tan selecto y elitista son, desde luego, tipos a vigilar, pero acaso no más que cualquier banquero. Contemplar a Zapatero rindiéndoles pleitesía es un espectáculo que avalaría la siniestra tesis de los gobernantes-marioneta; quizá sólo desde ese designio confabulado podamos justificar ante nosotros mismos la doble elección de un político tan inconsistente.


ABC - Opinión

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