miércoles, 28 de abril de 2010

Las verdaderas dos Españas. Por Ignacio Camacho

VEINTE por ciento de desempleo. Ésa es la terca realidad que late por debajo de las polémicas estériles y del humo de las hogueras aventadas por una clase dirigente autista.

Ése es el retrato fidedigno de esta España a la que algunos tratan de presentar como una nación atribulada por la falsa resurrección de los fantasmas del pasado: cuatro millones seiscientos mil españoles malviviendo sin trabajo en una economía estancada. Casi un millón de ellos no recibe prestación, y otros tantos -en muchos casos se trata de las mismas personas- tienen más de 45 años y nulas expectativas de salir del paro. Pero a los sindicatos autodenominados «de clase» sólo parece preocuparles el empleo de un ciudadano, que además es funcionario público. Se llama Baltasar Garzón Real.

Ésas sí son las verdaderas dos Españas. El país real, devastado por una crisis apenas acolchada por los subsidios, diezmado en su tejido productivo, bloqueado de crédito y de expectativas, y el país virtual, dibujado por una dirigencia enfrascada en el mantenimiento de sus privilegios de poder. Con su demoledora irrupción en el horizonte de la opinión pública, la Encuesta de Población Activa -conocida antes de tiempo por un error informático; quizá la estaban peinando para tratar de restarle una décima al guarismo fatídico del veinte por ciento- ha desnudado la falacia de los debates artificiales con que se entretiene nuestra nomenclatura política. Todo el delirio de la resurrección tardofranquista, toda la faramalla propagandística contra el Supremo y el Constitucional, toda la agitación callejera en supuesta defensa del juez Garzón, todo el especulativo manoseo en torno al Estatuto de Cataluña, toda la agenda onírica consignada por el zapaterismo para contrarrestar la evidencia de sus incapacidades ha quedado demolida de un golpe por la contundencia de unos datos estremecedores. Veinte por ciento de paro -el doble que la Grecia en quiebra-, un Gobierno inerte y unos sindicatos mudos, absortos en la fantasmagoría de la memoria histórica para eludir la responsabilidad de su papel en este presente despiadado.

En un panorama de gravedad tan crítica, la actitud de la clase dirigente -incluida una oposición contemplativa o narcotizada- resulta una auténtica anomalía democrática. Ajena a la parálisis socioeconómica, ensimismada en la fabricación de polémicas-señuelo, entregada a un absurdo revisionismo de las pautas de convivencia y a la pugna clientelar por cuotas de mercado electoral. Cataléptica, colapsada, en estado de bloqueo funcional. Absorta en una extraña pasividad autocomplaciente, poseída por una frivolidad irresponsable. Un día, en el futuro, alguien estudiará este fenómeno y se hará preguntas: cómo pudo suceder que la prosperidad de un país se desangrase mientras sus dirigentes rebuscaban entre tumbas de una guerra remota las huellas de su propio fracaso.


ABC - Opinión

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