lunes, 4 de enero de 2010

¿Qué tiene que pasar?. Por Pedro González Trevijano

¿Qué tiene que pasar? Esta es la pregunta que se hacen muchos ciudadanos que asisten diariamente, unos atónitos, otros disgustados, y los más decepcionados, a una desafortunada concepción cainita de la Política, a una hipertrofiada partitocracia que ha asaltado las instituciones, a un insensato desprecio a los principios y valores sobre los que se erigió la Transición Política, a la frívola puesta en entredicho de nuestros intangibles principios político-constitucionales -destacando la Carta Magna de 1978- y al absurdo revisionismo histórico de casi todo sin importar su coste. Por más que los mismos ciudadanos atónitos, disgustados y decepcionados, no estén exentos también, ni muchísimo menos, de una correlativa responsabilidad. Una ciudadanía antes tan admirable en tantas cosas a lo largo de estos treinta años de régimen constitucional: unos españoles capaces de cerrar las heridas de una cruenta Guerra Civil, auspiciar el firme desmantelamiento de las estructuras franquistas, impulsar una ejemplar Transición Política, sancionar entusiásticamente una Constitución democrática e incorporarse activamente al proceso de construcción europea. Pero ahora, mala tempora currunt, malos tiempos corren. Las cosas son tristemente bien distintas.

El diletantismo, la indiferencia, el acomodamiento, la ausencia de compromiso y la falta de coraje son hoy, para nuestro infortunio, los perfiles de una desvertebrada, débil y acobardada, cuando no inexistente, sociedad civil. Me preguntaba un alumno de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos, quien controlaba a los poderes públicos en el amplio periodo que comprende el tiempo entre elecciones. Lamentablemente le tuve que responder que, salvo lo que resta de control parlamentario, nadie o casi nadie ejerce tal supervisión en una sociedad inane y perezosa, que prefiere mirar para otra parte. Por no hablar de la clamorosa falta de compromiso de tantos intelectuales que parecen, hoy llamativamente silentes, haberse perdido, cuando no desaparecer definitivamente. Así las cosas, y tras dicha contestación, no puede sino hacerme otra interrogación: ¿tendría razón Roussseau, al señalar que los ingleses -referencia que extenderíamos ahora al pueblo español-, se transforman, tras el puntual momento de ejercer el voto, en esclavos?
El diagnóstico, no me negarán, es preocupante. Los círculos abismales y oscuros de nuestro nacional infierno dantiano son explícitos en nuestro último devenir político y constitucional. Desvelemos sus tres personajes más frustrantes.

Primero: La puesta en entredicho de la mismísima existencia de España. Una palabra maldita de pronunciar y de escribir en demasiadas partes del territorio nacional. Es ridículo, cuando no patético, asistir a toda clase de esfuerzos lingüísticos -con expresiones eufemísticas como Estado, país, administración...-, con tal de evitar su simple mención. A toda esa intolerante clase política, que hace de su desprecio su principal estandarte, habría que recordarle las palabras de Don Juan Carlos en el discurso de Navidad: España es «una gran nación europea de larga historia e inmenso patrimonio.» Un nacionalismo excluyente y trasnochado que salmodia cansinamente imposibles derechos de independencia y de autodeterminación secesionistas. De aquí la necesidad de fortalecer nuestra cohesión interna, aminorar las tensiones centrífugas y avanzar en la solidaridad interterritorial. Y es que detrás de tanta perorata victimista, no se esconde, tras la perenne invocación de anacrónicos derechos históricos, sino la indisimulada apetencia por el privilegio, el anhelado tratamiento desigual y el reconocimiento preferencial. No está de más recordar el inicio del artículo 2 de la Constitución de 1978: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española». España es, por tanto, un prius a la Constitución, que no crea la Carta Magna, sino que la reconoce. De aquí la trascendencia del juego interdependiente de nuestros tres grandes principios constitucionales en materia de ordenación territorial: unidad, autonomía y solidaridad. Una autonomía que no es soberanía y que sólo se entiende desde el fundamento de la unidad y con la mirada puesta en la satisfacción de la solidaridad.

Segundo: Una interpretación schmittiana de la Política, asentada en la inacabable bronca y en la agria gresca, que no perdona a nadie, que no transige en nada, que ha olvidado el sentido del diálogo fructífero. Una acción política construida sobre la marginación, el menosprecio y la persecución de los otros. Los tiempos de consenso, de acuerdo, de compromiso, en aras a forjar un aggiornamento común, no se recuerdan. En este estado de cosas, algunos habrían resuelto además, de manera frívola, desmantelar los logros arduamente alcanzados entre todos: los de aquí y los de allí, los de acá y los de allá. Los demás no son nunca, ¡faltaría más!, los suyos. Nos quieren transformar en sartrianos. Como Sartre, parte de la clase política, y me preocupa que el virus pueda propagarse irresponsablemente a la ciudadanía, entiende que «no es necesaria la Parrilla; el infierno, son los Otros.» (Huis Clos V). ¿Será cierto -¡espero que no!- que los dioses modernos, como antes los griegos, hayan resuelto cegar a los habitantes y dirigentes de este viejo y gran país?

En este contexto, somos muchos, sino la práctica mayoría de ciudadanos, los más allegados a los de aquí, como los más próximos a los de allá, incluyendo los que de forma natural no se sienten de acá, ni de ninguna parte, los decididos a conservar lo conquistado, a fortalecer la integración, a incidir -desde el respeto a la singularidad- en los elementos comunes, a que se gobierne para todos y cada uno de los españoles en cualquier parte del territorio nacional, a finalizar con tanta división y antagonismo, a mitigar la crispación, a poner término al enfrentamiento de todos contra y frente a todos. ¿Es tan difícil actuar y accionar para con todos, para los unos y para los otros, sin sectarismos, banderías, grupos, partidismos y facciones? ¿No se puede hacer Política desde la generosidad, con altura moral y grandeza de miras? De nuevo Don Juan Carlos, haciendo seguramente más hincapié que en ocasiones anteriores, ha solicitado una política participada entre las diferentes fuerzas políticas: «No nos podemos permitir que las legítimas diferencias ideológicas resten energías al logro de los consensos que piden nuestros ciudadanos.» Los españoles pedimos así a la clase política, al Gobierno y a la Oposición, un inequívoco respaldo a nuestro régimen constitucional de 1978, y un acuerdo en las grandes políticas de Estado -modelo territorial, educación, inmigración, sanidad, política, exterior...- Unas políticas que no pueden venir definidas por el cortoplacismo, el egoísmo y la improvisación. Que han de ser, por el contrario, codecididas, firmes y perdurables. La coparticipación en tan esenciales menesteres es sinónima también de eficiencia política y de modernidad constitucional.

Tercero: El inexcusable sometimiento a la Constitución y la obediencia a la ley. Una Constitución y una ley que en una España constitucional no son, de nuevo el ginebrino, sino la expresión de la voluntad popular manifestada a través de unos representantes democráticamente elegidos. Una sumisión a la que no pueden escapar los propios actores políticos. Las leyes, esgrimía Montesquieu, «son relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas... el hombre tiene leyes.» (De l ´esprit de lois, i, 1). Y, de manera paralela asimismo, el reclamable cuidado que exigen nuestras instituciones; unas instituciones demasiado criticadas, ninguneadas y vapuleadas. Un respeto, en todo caso, al que estas han de saber hacerse recíprocamente acreedoras.

¡Qué quieren que les diga! Como ciudadano me resisto en dar la razón a Rousseau sobre la situación de esclavitud en que caen los pueblos una vez celebrados sus comicios. Deseo abrazar otra visión diferente: la optimista opinión del filósofo ginebrino sobre las bondades del mantenimiento de nuestro Pacto social, que de esto hablamos: «cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo» (Du contract social, I, 6). Ni tampoco creo, como el referido Jean Paul Sartre, que «la historia de una vida cualquiera que sea, es la historia de un fracaso» (L´ Étre et le Néant). No al menos en esta España mía y nuestra; una España de todos. Una España de ciudadanos libres e iguales, que impele urgentemente a su clase política, y a su ciudadanía, a un brusco cambio de hoja de ruta. ¿Qué más ha de pasar para ello?

Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos


ABC - Opinión

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