jueves, 21 de enero de 2010

Llorar en Haití. Por Ignacio Camacho

CUANDO te asalten las dudas y te preguntes si vale la pena ayudar a Haití; cuando te cabrees porque los bancos aplican comisiones a tus donativos y temas que tu contribución se pierda entre el pillaje y el marasmo del desastre; cuando te desaliente ver a los políticos disputando el protagonismo o la hegemonía de la reconstrucción; cuando te golpee en el alma el silencio de Dios ante el dolor y la tragedia, escucha a los voluntarios que vuelven y atiende su relato de humanidad de inconformismo y de esperanza. Escúchalos y piensa un momento qué ocurrirá cuando decaiga el interés de las audiencias, cuando las televisiones y periódicos den a sus enviados especiales la orden de recoger los bártulos y regresar del horror.

Escucha a los médicos del Samur que rescataron a los seis días a una niña viva bajo los escombros; al misionero redentorista que acababa de inaugurar una escuela cuyo flamante techo se derrumbó sobre trescientos alumnos; a la cooperante que se quedó sin agua que repartir frente a una cola infinita de familias sedientas; al enfermero sin consuelo para el desamparo de un joven de piernas recién amputadas. Y si conoces a alguno pregúntale por lo que no te cuentan los telediarios: por el sonido de los gritos que brotaban de los cascotes, por el olor a muerte que impregnaba las calles, por la resignación hundida de unos seres acostumbrados a conformarse con la miseria.

Te darás cuenta de que todos quieren irse otra vez. A levantar otra escuela, a consolar a otro herido, a repartir más botellas, a curar a otro enfermo. Incluso a seguir, como el padre Ángel, buscando entre la escombrera a ese Dios que a veces no contesta cuando el hombre necesita una respuesta. Ellos saben que no sólo hacen falta soldados en Haití. Los militares son imprescindibles porque saben poner orden, organizar campamentos, levantar infraestructuras de urgencia, pero detrás de ellos tendrán que ir sanitarios, maestros, ingenieros que los Gobiernos no van a enviar o lo harán tarde, despacio y mal. Y tendrán que ir con tu aliento, con tu impulso, con tu dinero...y con su esperanza.

Mira, te contaré una cosa. El padre Ángel, el de los Mensajeros de la Paz, traía la tirilla aún desabrochada del viaje. Ha estado en Irak, en las hambrunas africanas, en los ciclones del Caribe, y cuenta que este siglo no ha visto nada igual que Haití. Se le han muerto niños entre los brazos y se ha quedado sin víveres que repartir entre multitudes ansiosas. Hasta allá lejos, en la ciudad devastada, le llegó algo que había dicho un obispo sobre los males espirituales del mundo y se acordó de Teresa de Calcuta: «Yo voy a darles de comer y beber, y ustedes que son tan listos les enseñarán a pensar». Él también volverá, entiéndelo. Porque no renuncia a dejar de llorar ni de sufrir mientras haya alguien que sufra o llore a su lado.


ABC - Opinión

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