domingo, 24 de enero de 2010

La guerra de los corresponsales. Por Carmen Rigalt

El viernes por la mañana, una crónica firmada por Jacobo G. García, colaborador de EL MUNDO, disparó las alarmas en internet. Era una crónica airada y rabiosamente crítica sobre los enviados especiales a la tragedia de Haití. Una crónica de corresponsal contra corresponsal. Ahora que las exclusivas ya no existen (desde que reina internet, casi nadie llega primero a la noticia), la habilidad de los corresponsales se demuestra en el particular enfoque que cada uno confiera a su crónica. A medida que se van contado los muertos y ordenando los vivos, el periodista agudiza su ingenio para diferenciarse. Entonces pasa lo que ha pasado.

Jacobo G. García ilustraba su crónica con ejemplos brillantes y eficaces. Y preguntaba: ¿Se puede llegar a un terremoto con maleta de ruedas? Sí, se puede. ¿Puede una revista de maquillajes y joyas enviar a un periodista para la cobertura del terremoto? Sí, puede. ¿Puede la AECID (Agencia Española Internacional de Cooperación y Desarrollo) llevar a más de 20 periodistas dentro de un avión de emergencias? Sí. ¿Y puede el Ministro de Exteriores buscarles casa para que trabajen con plena seguridad? Sí, también.

En realidad Jacobo se preguntaba (y se respondía) más cosas, pero no contento con eso, incluyó un artículo de Arturo Pérez Reverte en el que repartía estopa con el arrojo de «macho man» al que nos tiene acostumbrados. Arturo es mucho Arturo y no se calla ni debajo del agua. Su artículo había sido publicado antes del terremoto, pero tambien era un alegato contra algunos periodistas poco curtidos en tragedias. En esta profesión pocos se atreven a meterles mano a los compañeros, tal vez por temor a que la respuesta les deje escaldados. Las armas de uno son también las del otro. Lo que hizo Jacobo (con la ayuda de Perez Reverte) fue recoger (y vocear) una inquietud existente en ciertos círculos de corresponsales, molestos por la masiva llegada de periodistas nacionales a Puerto Príncipe, unos para inspirarse, otros para grabar entradillas a pie de avión y todos para hacer uso legítimo de su derecho a informar. Entre medias, a Jacobo se le escapó un zarpazo contra el beatífico Pedro Piqueras, que se había trasladado al aeropuerto de Puerto Príncipe con la intención de abrir su telediario desde allí.

El caso es que los foros se animaron y todo el mundo prorrumpió en elogios hacia los autores de las diatribas. Nunca he visto mayor unanimidad en la red, con lo que le gusta a la gente llevar la contraria. Los foros de internet suelen ser una reproducción de las dos Españas, y si uno dice blanco siempre hay otro que responde negro.

A los corresponsales no hay quien les tosa. Bueno: a mi tampoco hay quien me tosa, y eso que sólo soy corresponsal en mi casa. En general, la prepotencia es inherente al periodismo, pero se nota más entre los corresponsales de guerra. A ellos les presuponemos el valor, como a los soldados. Si un corresponsal no tiene «cohones» (o tiene los justos, o sea, dos), enseguida cría fama de hacer las crónicas desde el hotel. Famosos por su valor y en algunos casos, por atribuirse la potestad de desautorizar a quienes no parecen tenerlo, son (o han sido) Pérez Reverte, Fran Sevilla, Jon Sistiaga, Mercedes Gallego. Más cuestionados han sido Alfonso Rojo o Angela Rodicio. Se sabe que Manu Leguineche no daba brincos por las trincheras ni pasaba hambre, pero fue respetado como un Papa. Era un gran contador de guerras. No estaba en el periodismo para hacer de Indiana Jones, ni falta que le hacía.

Hay que ser de una pasta especial para moverse en los escenarios de conflicto. Tener estómago, coraje, incluso inconsciencia. No todos los corresponsales de guerra (o de tragedias: Haití hubiera tenido que sufrir muchas guerras para superar la cifra de muertos del terremoto) reaccionan igual. Los hay que reproducen el modelo del periodista/héroe idealizado por las películas sobre Vietnam: saben buscarse la vida y se excitan con el riesgo. A veces hasta protagonizan la noticia con su propia muerte. Pero también hay periodistas que cuentan las batallitas acodados en la barra de un bar, como Hemingway. No es cuestión de valentía sino de arte.


El Mundo - Opinión

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