jueves, 31 de diciembre de 2009

Algunos hombres buenos. Por Luis del Pino


En el juicio contra los oficiales del ejército que intentaron asesinar a Hitler el 20 de julio de 1944, el juez que presidía el tribunal dominó todo el proceso de principio a fin. El fue el único en realizar preguntas, en responderlas y en juzgar cada aspecto del caso. Fue requiriendo a los acusados, uno por uno, que confirmaran las acusaciones, porque, como el propio juez explicó, el juicio no se celebraba para determinar la culpabilidad de nadie ("Eso ya lo sabemos"), sino para que el crimen quedara patente delante de la opinión pública.


(The Holocaust's ghost: writings on art, politics, law, and education
F.C. DeCoste y Bernard Schwartz)


En 1948 se celebró en Nuremberg el juicio contra diversos miembros de la administración de Justicia alemana durante la época nazi. Si los nacional-socialistas ocuparon todos los resortes de poder en Alemania fue, en parte, con la activa complicidad de los jueces, cuyo comportamiento entre 1933 y 1945 fue, en general, execrable. Muchos jueces alemanes abrazaron con entusiasmo, bien por afinidad ideológica, bien por interés, la causa de Adolf Hitler. Otros, se unieron al partido nazi con resignación, por miedo a que sus carreras quedaran truncadas. Casi todos los restantes, se limitaron a aplicar leyes inicuas sin hacerse demasiadas preguntas y sin cuestionar demasiado su propia responsabilidad moral.

En aquel juicio de Nuremberg sólo se sentó en el banquillo un pequeño número de jueces alemanes. Tan sólo se procesó a algunos de los que más activamente habían colaborado con el régimen nazi, por ideología o por interés, en asesinatos revestidos de una falsa apariencia de legalidad.

Un ejemplo paradigmático de aquéllos que participaron de forma activa y entusiasta en la persecución contra polacos o judíos es el de Oswald Rothaug, presidente de la Corte de Distrito de Nuremberg. En una sentencia particularmente siniestra (una entre muchas), Rothaug condenó a muerte a Leo Katzemberger, jefe de la comunidad judía de Nuremberg, en aplicación de las leyes raciales que prohibían las relaciones sexuales entre judíos y arios. Como prueba de que Katzemberger había violado esas leyes, se aportó el testimonio de una persona que dijo haber visto a una chica alemana de 19 años... ¡sentada en las rodillas del judío! Aún así, la condena que correspondía por violar ese precepto concreto de las leyes raciales era la cadena perpetua, pero el juez Rothaug argumentó que Katzemberger y su amante alemana aprovechaban para sus encuentros amorosos los apagones que se llevaban a cabo durante los ataques aéreos, y condenó a muerte a Katzemberger aplicando un agravante que preveía la muerte para aquéllos que "sacaran partido de los esfuerzos de guerra".

Un ejemplo del segundo tipo de jueces, los que abrazaron la causa nazi por interés y no por identificación ideológica plena, es el de Franz Schlegelberger, que llegó a desempeñar diversos cargos en el Ministerio de Justicia alemán entre 1931 y 1942. Schlegelberger fue un extraordinario jurista y era un hombre enormemente respetado dentro de su profesión. Alegó en su defensa, durante el juicio de Nuremberg, que estaba obligado, como juez, a aplicar las leyes emanadas de los órganos correspondientes; que sólo se afilió al Partido Nacional Socialista en 1938 porque le obligaron a ello y que intentó mitigar en la medida de lo posible los efectos de las leyes nazis. Y para explicar por qué no renunció antes a sus cargos, adujo que, si lo hubiera hecho, otro peor habría ocupado su lugar (cosa que efectivamente sucedió cuando finalmente renunció a su cargo en 1942).

Pero el tribunal le condenó a cadena perpetua (posteriormente sería liberado en 1951) argumentando que nadie puede aplicar leyes que son manifiestamente injustas. El tribunal consideró que el hecho de que Schlegelberger aceptara ocupar un alto cargo en el Ministerio de Justicia alemán contribuyó a legitimar a un régimen sanguinario. Y, si bien reconoció que el acusado hizo intentos por suavizar la aplicación de las leyes nazis, le condenó porque no tuvo reparo en estampar su firma en sentencias aberrantes cuando el gobierno nazi le presionó para que lo hiciera; por ejemplo, en la sentencia donde se condenaba a muerte a un judío por "acaparar huevos" o en la sentencia en la que se absolvía a un policía de agredir a un judío "porque la condena hubiera sido perjudicial para la moral de la Policía".

Pero al lado de los Rothaug y de los Schlegelberger, y a pesar de la sumisión casi total de la judicatura al régimen nacional-socialista, también hubo jueces (muy pocos, es verdad) que abandonaron su profesión para no ser cómplices de los crímenes nazis. E incluso hubo algunos (poquísimos) que se atrevieron a continuar actuando como verdaderos jueces y a seguir los dictados de su conciencia. Mientras les dejaron.

Uno de esos héroes poco conocidos es Lothar Kreyssig, que ocupaba el cargo de juez en la ciudad de Brandemburgo. Profundamente cristiano, Kreyssig se atrevió a desafiar en público al régimen nazi en diversas ocasiones, abandonando por ejemplo una ceremonia judicial en la que se iba a descubrir un busto de Hitler; o protestando por las sanciones contra tres magistrados que no aplicaban con suficiente contundencia las leyes raciales, o criticando en voz alta esas mismas leyes aberrantes.

Al enterarse de que los enfermos del hospital mental de la ciudad estaban siendo sacados en secreto de la institución para ser eliminados, o para ser enviados a campos de concentración, Kreyssig dictó un auto ordenando la inmediata interrupción de aquellas prácticas y abrió una investigación. Las autoridades nazis le presionaron para que cerrara aquel sumario, pero Kreyssig se negó. Presentó contra los nazis una acusación formal de asesinato de personas mental o físicamente discapacitadas, ordenó que se paralizaran los programas de aplicación de las leyes de eutanasia nacional-socialistas y amenazó con abrir proceso al propio Heinrich Himmler, impulsor de esas medidas.

La consecuencia, evidentemente, fue que el Ministro de Justicia (que por aquel entonces era Franz Gurtner) apartó a Kreyssig de la carrera judicial, jubilándole anticipadamente. Sin embargo, los nazis no se atrevieron a adoptar contra Kreyssig medidas más contundentes, para no provocar una reacción en el estamento judicial que, aunque mayoritariamente pronazi, seguía siendo enormemente corporativista.

Los ejemplos de Rothaug, Schlegelberger y Krayssig ilustran que en todas las épocas hay gente de todo tipo. Hay gente abiertamente perversa. Hay mucha gente que es simplemente ruin o egoísta. Hay muchísima gente que simplemente es acomodaticia o se deja vencer por el miedo. Pero siempre hay también, incluso en las más difíciles de las circunstancias, algunos hombres buenos, capaces de jugárselo todo por defender lo que es justo.

P.D.: Feliz Año 2010 para todos los lectores.


Libertad Digital

lunes, 28 de diciembre de 2009

Chivatos ejemplares. Por Arturo Pérez Reverte

Tendemos, porque nos tranquiliza la conciencia, a echarle la culpa de todo a la clase política, a los empresarios, a los sindicatos, al clima, a la mala suerte y al lucero del alba. Cogido aparte, cada uno de nosotros resulta inocente como un cervatillo. Nadie es nunca responsable de nada. Asombra la facilidad con que el ser humano se justifica, absolviéndose a sí mismo de todo: las matanzas de armenios, los campos de exterminio nazis, la Lubianka y los gulags soviéticos, Paracuellos, los años del franquismo, el terrorismo de ETA, las fosas comunes de Camboya, los burdeles de prisioneras en Bosnia. Lo que se tercie. Luego resulta que nadie sabía nada, que los ciudadanos honrados miraban hacia otro sitio. Y todo acaban comiéndoselo los de siempre: el dictador, el psicópata, el miliciano incontrolado, el falangista rencoroso, el malvado Carabel que actuaba por su cuenta. Cuatro gatos, en suma. Los demás estaban todos al margen. Estábamos. Y cuando pasa la racha, todo cristo saca del bolsillo y exhibe en público el certificado de buena conducta correspondiente, y luego sale a la puerta de la oficina y de la tienda, muy serio, a guardar el correspondiente minuto de silencio. Parece mentira, decimos, mirándonos unos a otros con la limpia mirada de la solidaridad fraterna a toro pasado, que siempre sale barata. Qué malos eran.

Pensaba hoy en eso, recordando una historieta de hace cosa de un mes, que apareció fugazmente en la prensa y de la que nadie ha vuelto a ocuparse después: la del muchacho que asistía a una escuela de idiomas de Palma de Mallorca, y que tomando café con sus compañeros, fuera de clase, mostró su desacuerdo con la obligatoriedad de hablar catalán para trabajar en la sanidad balear. Al terminar el intercambio de opiniones, y tras dedicar al chico el inevitable epíteto multiuso de fascista, varios de sus compañeros fueron a denunciarlo a la profesora. Que era francesa, pero estaba aclimatada de maravilla; muy hecha, ya, al sitio donde se gana el jornal. Y ésta, claro, lo expulsó del centro. Con el respaldo de la dirección, por supuesto. «Se ha creado un mal ambiente en el grupo», fue el punto final. Y hasta luego, Lucas.

Ahora díganme que no es lo mismo. Que esos prometedores jóvenes que fueron a chivarse a la profesora eran, o son, diferentes a los que, con carnet de Falange Española Tradicionalista y de las JONS –obligatorio para todos, refresquen esa memoria histórica–, denunciaban hace setenta años al rojo de mierda que, contumaz, se mostraba en desacuerdo con la obligatoriedad de hablar español en vez de farfullar dialectos separatistas financiados por Moscú. Díganme también, de paso, si la mayor responsabilidad de que a ese chico lo expulsaran la tienen la profesora y la dirección del centro –esbirros, a fin de cuentas, de un sistema que les da de comer–, o la tienen los jóvenes compañeros que, a los veinte años, ya son capaces de actuar como ciudadanos ejemplares, dispuestos a limpiar la patria y el idioma de indeseables. Dirían algunos de ustedes, quizás, que no podemos elevar esto a otras categorías, comparando la actitud de esos muchachos con la de los ciudadanos alemanes que, en sus buenos tiempos del cuplé, denunciaban al vecino comunista o judío; o con la de los millones de delatores vocacionales o circunstanciales que, durante siglos, en España y fuera de ella, abastecieron las hogueras inquisitoriales, los paredones y cunetas de carretera, las cárceles y los innumerables caminos del exilio. Pero en mi opinión se trata del mismo reflejo infame: fundirse con el entorno que permite sobrevivir marcando el paso que toca. Eso, aplicando el beneficio de la duda. Porque hay otra lectura menos piadosa: ciertos gobiernos, determinadas convenciones sociales, tal o cual político o empresario, la profesora de la escuela de idiomas y los alumnos mismos, allí como en otros lugares, no son sino manifestaciones concretas, cristalizaciones perversas de lo que deseamos tener y lo que, en consecuencia, tenemos. Con nuestro voto y aplauso, y también con el silencio de los borregos, que no siempre es imbécil o cobarde, sino también cómplice. Ellos encarnan nuestros deseos. Nuestra turbia alma. Dicen lo que queremos escuchar y permiten hacer lo que anhelamos. Nos comen la oreja, y por eso están ahí. Por eso triunfan. Por eso duran tanto. Son nuestro infame retrato. Después, cuando la Historia pasa factura, tomamos distancia y negamos ser los que están en la foto, saludando alborozados puño alzado o brazo en alto, según la época, cantando a coro lo que toque. Llorando emocionados cuando pasa Fernando VII, llenándole a Franco la plaza de Oriente, pagándole el chiquito y la tapa a Iñaki de Juana Chaos, aplaudiendo al sinvergüenza del Cachuli en un plató de televisión, o lo que sea. Hay que ver, decimos, qué malos eran los malos, y qué tontos eran los tontos. Palabra oportuna, ésa: eran. Bálsamo de Fierabrás. Cómo nos gusta conjugar la cochina tercera persona del plural.


XL Semanal

Ni libertad ni seguridad en los aeropuertos

Si nuestros gobernantes se aferran tanto al poder como para no permitir que sea cada aeropuerto y cada compañía aérea quienes ofrezcan diferentes tipos de control, al menos deberían fijarse en un ejemplo que sí ha funcionado: el modelo israelí.

El eterno conflicto entre seguridad y libertad puede que sea el tópico más recurrente dentro de la filosofía política: cómo lograr un equilibrio que nos permita disfrutar con tranquilidad de una libertad que siga mereciendo tal nombre.


El atentado del 11-S y la necesaria guerra contra el terrorismo que le siguió se tradujeron alrededor del mundo en una mayor ponderación de la seguridad dentro de la acción política que llevó en muchos casos a inaceptables recortes en nuestra autonomía personal en beneficio de la del Estado (fenómeno que también se está reproduciendo hoy con la crisis y la búsqueda de una ficticia pero reconfortante "seguridad económica").

Uno de los escenarios donde ese recorte de libertades en aras de una mayor seguridad ha resultado más evidente fue aquel en el que se preparó el atentado: los aviones y los aeropuertos. Supuestamente, la falta de suficientes controles en los aeropuertos sirvió de coladero para los terroristas, que lograron acceder a los aviones con los instrumentos necesarios para reducir a la tripulación y dominar las naves.

La conclusión no fue que se volvía necesario que las propias compañías aéreas se adaptaran a las nuevas circunstancias y establecieran por sí mismas distintos protocolos de seguridad que, en competencias unos con otros, ofrecieran a sus clientes distintas combinaciones de seguridad-comodidad para ver cuál (o cuáles) resultaba preferible. Más bien, los gobiernos aprovecharon el pánico para expandir sus poderes imponiendo una única solución universal a un problema enormemente complejo y que acarreaba numerosas molestias –muchas veces de dudosa utilidad– para los pasajeros.

En realidad, el objetivo de ese protocolo universal nunca fue lograr resultados reales, sino aparentar que nuestros políticos habían aprendido la lección y habían puesto toda la carne en el asador para evitar errores pasados. Fue una puesta en escena para hacer creer a los ciudadanos que estaban seguros más que un protocolo de probada eficacia.

El atentado fallido de Al Qaeda en Detroit ha puesto de manifiesto que todo el recorte de libertades experimentado durante los últimos años ha sido en balde. El terrorista, ese niño rico occidentalizado llamado Umar Farouk Abdulmutallab –lo que de nuevo echa por tierra la demagógica interpretación zapateril de que el terrorismo es una consecuencia del subdesarrollo–, atravesó los controles de Ámsterdam sin levantar la más mínima sospecha y tuvo que ser su falta de pericia, unida a la rápida y acertada respuesta de la tripulación del vuelo 253, lo que terminó frustrando el atentado.

La respuesta de las autoridades ha sido la que cabía esperar de ellas: reforzar unos controles en buena medida absurdos y fallidos con tal de aparentar que tienen la situación bajo su dominio. Pero con tales medidas sólo han logrado lo que cabe esperar de estas hipertrofias desorientadas del Estado: que a quienes se termine apresando sean, no a unos terroristas que probablemente ya hayan aprendido como burlar este ineficiente protocolo universal, sino a ciudadanos inocentes. De hecho, no sería de extrañar que en las próximas semanas las autoridades pretendan dar una vuelta de tuerca a la seguridad aeroportuaria añadiendo nuevas restricciones todavía más absurdas que sólo causarán molestias adicionales a los pasajeros sin mejorar en nada su seguridad.

En realidad, es necesario someter este asunto a un replanteamiento de raíz. Si nuestros gobernantes se aferran tanto al poder como para no permitir que sea cada aeropuerto y cada compañía aérea quienes a distintos niveles ofrezcan diferentes tipos de control, al menos deberían fijarse en un ejemplo de gestión pública que sí ha funcionado: el modelo israelí.

En Israel los controles se orientan no tanto a desarmar a los terroristas cuanto a detectar y detener a los terroristas. El objetivo no es despojar a todos los pasajeros de todo "objeto peligroso", sino impedir el acceso a las naves de quienes pretenden cometer atentados. Para ello se implementan controles mucho más personalizados por parte de un personal experto en detectar rasgos y conductas que denotan una finalidad criminal. Es cierto que Israel sólo tiene un aeropuerto internacional y que existen dificultades prácticas para exportar su modelo a decenas de aeropuertos en el resto del mundo, pero el objetivo debería ser el de llegar ahí y no el de quedarse en la táctica cosmética de las medidas muy restrictivas e inútiles.

Claro que en Israel los gobernantes están verdaderamente preocupados por evitar los atentados y no por vender una falsa sensación de seguridad entre la ciudadanía que les permita justificar su sueldo y privilegios. En el resto de Occidente, también en eso estamos retrasados.


RLibertad Digital - Editorial

¿Adónde vamos?. Por Eduardo Serra

La Monarquía parlamentaria del Rey Juan Carlos y la Constitución de 1978 abrieron, aunque ya sea casi un tópico decirlo, el período de mayor prosperidad en paz y libertad de nuestra historia. En efecto, parece que España entró con mal pie en la Modernidad: después de haber sido un imperio, aunque corto, hemos tenido una larguísima decadencia con continuadas pérdidas territoriales que llega casi hasta nuestros días; Ortega lo dijo con una cita bellísima aunque cargada de nostalgia y pesimismo: «Hoy (España) ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo...». Ese interminable declive nos hizo tanta mella que llegamos a perder la moral colectiva, el espíritu de superar las dificultades, llegamos incluso, y eso sí que ha llegado hasta hoy, a tener complejo de inferioridad respecto a los países de nuestro entorno, o al menos con algunos de ellos.

Estos últimos años de prosperidad han servido, por el contrario, para ir perdiendo progresivamente ese complejo, como se ha ido demostrando en los más diversos campos, desde la Cultura en sus más diversas manifestaciones al Deporte; en Economía ese proceso ha sido particularmente visible, citaré tan sólo dos ejemplos.

El primero es el de las inversiones; aunque parezca una obviedad, no es ocioso repetir que el que invierte es aquél que cree en el futuro, el que espera sacar provecho en él y por eso apuesta por él sacrificando el presente e invirtiendo. Por ello no es extraño que una vez superadas las secuelas más evidentes de la Guerra Civil, los primeros que empezaron a invertir en España fueran los extranjeros. Si se me permite el símil futbolístico pasábamos, en la frontera de los años 60 del siglo pasado, de la Tercera a la Segunda División: de ser un país en el que nadie invertía a ser un país en el que invertían siquiera fueran los extranjeros; ellos sí que tenían fe en el futuro de España mientras que aquí seguíamos pensando en el «¿y después de Franco, qué?». Esta corriente de inversiones extranjeras directas fue un factor fundamental junto con las remesas de los emigrantes y los ingresos del turismo para la creación de la riqueza colectiva. Con el tiempo, no sólo los españoles empezamos a invertir sino que nos atrevimos (eran los años posteriores a la entrada de España en la Unión Europea) a hacerlo fuera de nuestras fronteras, muy especialmente en Hispanoamérica donde los lazos culturales y la comunidad de lengua nos facilitaban la operación. El año 1997 es el primero en el que, continuando una gran corriente de inversión extranjera en España, superamos su montante con nuestras inversiones en el exterior convirtiéndonos así en un país de la Primera División económica. Incluso hemos llegado a ser algún año recientemente el 4º inversor económico mundial (por detrás tan sólo de Estados Unidos, Alemania y Francia), por tanto estamos en Primera División y además en los lugares punteros de la tabla, y ya no solo en Iberoamérica, en dos años hemos invertido en el Reino Unido (la cuna del capitalismo) más dinero que en diez años en América Latina.

El segundo ejemplo es nuestro proceso de convergencia en renta per cápita con la Unión Europea. Aunque las estadísticas difieran debido a la pluralidad de factores que puedan afectarlas (no es lo mismo la Unión Europea de seis que la Unión Europea de 27 o la existencia y montante de la economía sumergida), lo cierto es que en la segunda mitad del siglo XX España pasa de tener una renta per cápita aproximadamente igual a la mitad de la renta europea a alcanzarla e incluso a superarla ligeramente en los últimos años del siglo.

En conclusión, podemos constatar que la vida nacional de los últimos treinta años no sólo nos ha devuelto a lo que nunca debimos dejar de ser: una de las cuatro o cinco grandes naciones europeas, sino que nos ha pertrechado para hacer frente a los importantísimos retos que nos plantea el futuro, desde el cambio climático a la globalización y desde el papel o la posición de Europa en el mundo al requerimiento de un nuevo sistema de gobernanza mundial.

Sin embargo, en los últimos tiempos me preocupa observar en la sociedad española no ya un cierto cansancio, lo que sería lógico después de una carrera tan larga, sino también lo que es aún más preocupante: una cierta desmoralización y desesperanza colectivas.

Vuelven a aparecer los fantasmas del pasado y se empieza a pensar que esta última etapa puede no ser la de la superación definitiva de nuestras deficiencias históricas, sino una etapa más de las mismas. Surge así la comparación con otro período de progreso y prosperidad como fue la Restauración de Alfonso XII, con la alternancia en el poder de los partidos de Cánovas y Sagasta que, después de haber durado casi cincuenta años, se vino al traste y tras un golpe de estado y una efímera Segunda República, caímos en la peor de las guerras civiles de nuestra Historia.

Y en este momento de incipiente pesimismo y desmoralización es necesario, como siempre, volver los ojos a nuestra clase dirigente donde parece observarse una asimetría fundamental: nuestra clase dirigente económica, protagonista de las inversiones que antes hablábamos, ha sorprendido al mundo, a nosotros y quizás también a ella misma si contemplamos sus singulares logros: tenemos multinacionales españolas en distintos sectores económicos, bien sea tradicionales como el turismo, bien novedosos como las energías renovables, en los que somos un país puntero a escala mundial.

Por el contrario, en la esfera política nuestras actuaciones en el exterior no suelen estar por desgracia acompañadas por el éxito y en el interior la situación no es mejor; desde la conducción de la crisis económica al exacerbamiento de las tensiones disgregadoras. Puede que ello sea consecuencia de un fenómeno que empieza a llamar la atención de los observadores: de un modo cada día más acusado nuestros políticos, salvo honrosas excepciones, se enzarzan en discusiones que más que reflejar conflictos sociales los generan, ¿a cuánta gente le importaba la revisión que implica e impone la Ley de la Memoria Histórica?, ¿para cuántos catalanes era una prioridad la reforma de su Estatuto de Autonomía? Quizás este proceder sea consecuencia de que la sociedad española, como la del resto de Europa Occidental, se ha ido uniformizando como resultado de la ingente generación de riqueza, de las políticas redistributivas y de la existencia del Estado de Bienestar, y por tanto los partidos políticos ya no son trasunto o lo son cada vez menos, de verdaderos conflictos sociales; si ya no representan a clases sociales determinadas, tienen que generar mensajes de identificación-confrontación.

El espectáculo de unos actores políticos discutiendo estridentemente y sin resultados especialmente positivos en el escenario político y mediático mientras el patio de butacas (la sociedad) asiste atónito y angustiado al ver que no sólo no se resuelven sino que ni siquiera se ocupan suficientemente de los graves problemas a los que nos enfrentamos, es descorazonador y así lo reflejan las encuestas de opinión; por su parte, los medios de comunicación social, excesivamente alineados en un paralelismo con los partidos políticos claramente pernicioso, difunden y proyectan la imagen de división hasta tal punto que ésta puede llegar a calar -por enésima y desdichada vez- en el propio seno de la sociedad.

En definitiva y como conclusión, creo que teniendo tan frescos y recientes los espléndidos resultados de una acción unitaria o al menos concordada, la sociedad española no se merece este estéril espectáculo de nueva división y enfrentamiento. Es hora, pues, de retomar el camino en el que predomina el mirar al futuro y no al pasado y en el que el acento se pone en la unidad y no en la división.


ABC - Opinión

domingo, 27 de diciembre de 2009

La lealtad es cosa de dos. Por José María Carrascal

LA última cantinela del Gobierno es la «deslealtad del PP con las instituciones». «El PP no arrima el hombro», «el PP no hace más que criticar», repiten como muñecos de ventrílocuo desde el presidente a Leire Pajín. Lo que indica dos cosas: que su cinismo ha llegado a la desfachatez y que saben tan poco de democracia como de economía.

¿Cómo se atreve a tachar de desleal al PP alguien que se ha pasado cinco años tratando de echarle de la escena política, de establecer un «cordón sanitario» en su entorno, de firmar pactos con los demás partidos para no llegar a ningún acuerdo con él? Y ahora, cuando las cosas vienen mal dadas, pide su ayuda y le llama desleal por no prestársela. Según tal teoría, la lealtad consiste en machacar al otro cuando las cosas me van bien y reclamar su apoyo cuando me van mal. Algo que no funciona en la política ni en la vida. Pero es que, además, lealtad, en democracia, significa que cada uno cumpla con su papel. El del Gobierno, es gobernar. El de la oposición, criticar lo que el Gobierno hace mal. Que es lo que el PP ha venido haciendo. ¿Acaso tenía que haber aplaudido cuando el presidente prometió a los catalanes darles el Estatuto que quisieran? ¿O cuando se lanzó a unas negociaciones con una ETA maximalista? ¿O cuando dijo que no había crisis económica? ¿Tenía que respaldarlo entonces, como tiene que hacerlo ahora, cuando sus medidas no surten efecto? No, su deber es advertir de sus errores.

Pero este Gobierno, cuya malicia sólo es superada por su ignorancia, pretende, sin ni siquiera disculparse, que el PP se corresponsabilice de sus fracasos y le llama desleal por no hacerlo. Cuando nadie ha sido más desleal que él. «Ha engañado a todo el mundo», dice Pujol de Zapatero. Por eso no le cree ya nadie. ¿O acaso hay que considerar leal al PNV por apoyar unos presupuestos que antes había criticado? Eso no es lealtad. Eso es vender sus votos a cambio de pingües beneficios, que pagaremos a escote el resto de los españoles. Eso sí que es deslealtad con España.

En su alocución navideña, el Rey pidió la unidad de las fuerzas políticas para resolver los enormes problemas con que se enfrenta el país. Era su deber. Pero la lealtad es un camino de doble dirección y, hasta ahora, Zapatero sólo ha circulado en la suya. Si quiere demostrar que es de verdad leal a las instituciones, lo primero que tiene que hacer es dejarse de alianzas con quienes intentan romper España y formar gobierno con el principal partido de la oposición, como hicieron los alemanes ante la emergencia nacional que suponía absorber los 17 millones de compatriotas del Este. Hoy, en España, se trata de absorber los 4, camino de 5, millones de parados. Mientras no haga eso, pensaremos que estamos ante otra de sus triquiñuelas. O deslealtades.


ABC - Opinión

viernes, 25 de diciembre de 2009

Sobre piratas y corsarios. Por Arturo Pérez Reverte

En los últimos tiempos, con esto de los secuestros de barcos en el Índico y demás peripecias náuticas españolas, las palabras pirata, bucanero, filibustero y corsario han salido mucho a relucir en periódicos, telediarios y sitios así. No siempre con propiedad, creo. Se observa cierta confusión de ideas y conceptos, comprensible quizás en el joven enviado especial que sobre el terreno hace su crónica apresurada; pero no en las redacciones, donde hay jefes de sección, redactores jefes y gente que se supone, aunque sólo sea por edad, vocación y oficio, dedica tiempo a leer, o ha leído. O es capaz de recorrer los metros que separan su mesa de trabajo del estante donde están –deberían– los libros de consulta, o teclear en el ordenata el ábrete Sésamo de la página de Internet –veinte millones de visitas mensuales de todo el mundo– donde se accede al diccionario de la Real Academia Española.

Pirata, comprobarán si lo hacen –dejando mitificaciones románticas aparte–, es el hijo de puta a secas: quien se dedica al abordaje de barcos para robar, sin otro móvil que enriquecerse con el producto del robo. Desde la remota Antigüedad a nuestros días, esta actividad va acompañada de otros desmanes que suelen incluir el asesinato, la violación, la tortura de prisioneros y la exigencia de rescates. Por eso al pirata se le consideró siempre la escoria de los mares, el más bajo escalón de la escala moral. Así, en tiempos de menos matices que los actuales, el que caía en manos de la Justicia terminaba en la horca, como fue el caso de Benito Soto, de quien me ocupé alguna vez en esta página: el último pirata español, ejecutado en Gibraltar en 1832.

Filibustero y bucanero son variantes de pirata caribeño en tiempos de la dominación española. Especializaciones regionales. Los primeros eran ladrones y asesinos a palo seco, sin otra filiación que dedicarse a eso bajo un nombre que se supone derivado de la antigua palabra freebooter, que significa merodeador, o por ahí. Los bucaneros tenían origen francés: eran colonos asentados en el Caribe que ahumaban la carne en lugares llamados boucans, y que acabaron dedicándose al más rentable negocio del saqueo y el degüello marítimo. Ellos convirtieron en nido de piratas la isla de Tortuga y luego Jamaica, bajo la habitual protección inglesa, siempre cínica e interesada a la hora de saquear los intereses españoles en América, hasta que los chicos malos empezaron a saquear también los suyos. Entonces todo fueron tratados internacionales auspiciados por Londres, campañas contra piratas y patíbulos bien provistos. Lo típico de Su Graciosa. Lo de siempre.

Corsario, en cambio, es un título digno, dentro de lo que cabe. Y complejo. De una parte, se aplica a cualquier nave que en tiempo de guerra combata el tráfico mercante enemigo. El acorazado alemán Graf Spee, por ejemplo, era un buque corsario, como lo fue el crucero auxiliar Atlantis –el de la película Bajo diez banderas–, pertenecientes ambos a la marina de guerra alemana, con la diferencia de que el segundo operaba camuflado como mercante de bandera neutral. Pero éstas son variantes modernas. Otra cosa fueron los corsarios clásicos: barcos armados y tripulados por particulares que, en tiempo de guerra, estaban autorizados por su Gobierno, con arreglo a estrictas Ordenanzas, para atacar y apresar a naves enemigas, generalmente mercantes, y también para combatir a las embarcaciones piratas. Eran los corsarios, por tanto, auxiliares civiles de las marinas de guerra, y lo hacían por dinero, a cambio del beneficio obtenido por las embarcaciones apresadas y sus cargamentos. Para esta actividad era necesaria la patente de corso, que sólo autorizaba presas de países con los que la autoridad que expedía la patente se encontrase en guerra, o de barcos fuera de la ley internacional. Frase ésta, la de patente de corso, que ha terminado significando, en uso coloquial, la libertad de que, por diversos motivos, goza un particular para actuar al margen de las normas generalmente establecidas.

En ese contexto, llamar corsarios a los piratas somalíes no
es sólo una inexactitud técnica, sino un error moral. Supone dignificarlos con un título impropio, elevándolos de simples saqueadores sin reglas –a toda ropa, decía Cervantes– a una categoría casi respetable. Algo parecido a lo que nuestra imbecilidad nacional hizo en los años 70, al conceder la prestigiosa palabra comandos –combatientes de la Guerra Bóer y fuerzas especiales modernas– a grupos de terroristas vascos cuyo único mérito era apoyar pistolas en la nuca y apretar el gatillo. Así que dejémonos de cursiladas. Corsarios como Dios manda fueron Antonio Barceló, Roger de Flor, Robert Surcouf, John Paul Jones, Jean Lafitte –aunque este último tuviese su punto filibustero–, o los protagonistas de la espléndida novela La cacería, del uruguayo Alejandro Paternain. Lo otro es gentuza del mar, ladrones y asesinos. Para entendernos: piratas.


XL Semanal

jueves, 24 de diciembre de 2009

Historia de tres acosos que identifican a un país llamado España. Por Federico Quevedo

El pasado 3 de noviembre este diario publicaba en exclusiva la decisión del Vaticano de nombrar a José Ignacio Munilla como nuevo obispo de San Sebastián, en sustitución de Monseñor Uriarte. Desde entonces, las reacciones han sido numerosas, la mayoría de ellas favorables en la medida que han partido del entorno del constitucionalismo y el sentido común. Munilla implicaba, sin lugar a dudas, un cambio significativo en la relación de la Iglesia Vasca con el nacionalismo y, sobre todo, con el entorno político de ETA al que hasta hoy en día buena parte de los prelados y párrocos vascos tratan con demasiada complacencia y no poca colaboración en muchas ocasiones. El nuevo obispo, vasco de pura cepa, siempre había mostrado una cristiana compasión hacia las víctimas del odio y la sinrazón nacionalista y había situado a los violentos en el único sitio donde un católico practicante puede situarles: bien lejos de Dios. La reacción de la intolerancia nacionalista no se hizo esperar, y en los últimos días hemos vivido una verdadera campaña de acoso por parte tanto del nacionalismo oficial (PNV), como del nacionalismo de sacristía en perfecta coordinación el segundo con el primero.

En el caso del PNV no deja de ser sorprendente lo rápido que sus dirigentes cuelgan las sotanas para votar a favor de la ley que convierte en un derecho el homicidio de seres humanos en el seno materno, y se las vuelven a poner para protestar por la decisión vaticana al no comulgar el nuevo obispo con su ideología totalitaria. En el caso de los curas que han firmado el manifiesto contra Munilla el asunto es más grave, porque pone de manifiesto hasta qué punto el aldeanismo nacionalista hace olvidar a los supuestos ‘testigos de Cristo’ que la suya es una religión universal, que no entiende ni de lenguas, ni de razas, ni de culturas, solo de amor y generosidad. Menos mal que a Munilla no parece afectarle la intolerancia de unos pocos, quizás porque como él mismo escribía en El Confidencial en marzo de 2007 “los cristianos creemos que nuestra historia es fruto de la inserción de la eternidad en el tiempo, al mismo tiempo que el tiempo abierto a la eternidad”. Dicho de otro modo, que tiene la paciencia de un santo.

Díaz Ferrán contra las cuerdas

La segunda historia de acoso no es menos sintomática. Ya cuando Gerardo Díaz Ferrán accedió a la Presidencia de la CEOE fuimos muchos los que lo consideramos un error dada su necesidad de que de que el Estado interviniera diplomáticamente como mediador en la causa que enfrentaba a una de sus empresas –Aerolíneas- con el Gobierno argentino presidido por el matrimonio Kirchner. Simplificando, que sus intereses personales podían entrar en conflicto con los intereses de la patronal, como de hecho así fue durante un tiempo, hasta que los empresarios le pusieron las pilas cuando la crisis empezó a hacer mella en las cuentas de resultados sin que el Gobierno actuara y sin que Díaz Ferrán lo denunciara. Fue más o menos la pasada primavera cuando el presidente de la CEOE ‘rompió’ su idilio con Rodríguez y desde entonces se ha convertido en un enemigo del Gobierno y de sus secuaces sindicales.

¿Tiene el Gobierno la culpa de la crisis de sus empresas? ¡NO! Es evidente que eso es responsabilidad suya, pero también lo es que el Gobierno podía haber actuado de otra manera –por ejemplo no suspendiendo la licencia de Air Comet o dándole más tiempo para resolver el problema financiero que le impide pagar desde hace meses las nóminas de sus empleados-, y que no lo ha hecho porque no le interesaba o le interesaba enviarle un mensaje a Díaz Ferrán: “Vamos a por ti”. El presidente de la CEOE se siente perseguido y, aunque eso no es excusa para tapar su mala gestión y su responsabilidad en la crisis de sus empresas que debería llevarle a dimitir de su cargo al frente de la CEOE, no le faltan motivos para ello y para denunciarlo, porque su caso es un claro ejemplo del sectarismo y la intolerancia que practica el Gobierno de Rodríguez.

El ocaso de Garzón

Tercera historia: El Consejo del Poder Judicial ha decidido reabrir el caso contra el magistrado Baltasar Garzón por el asunto de sus clases en Nueva York financiadas por el Santander. Entre la investigación abierta por el CGPJ y el sumario que instruye el Tribunal Supremo por presunta prevaricación en el caso de la causa que Garzón quiso abrir contra el franquismo, parece que el juez tiene contados sus días de toga. El se siente acosado y se ha quejado ante el órgano de Gobierno de los jueces porque la prensa ha publicado historias que le afectan y que en principio deberían estar bajo secreto de sumario, como las cartas a Botín pidiéndole que le financiara sus charlas al otro lado del Atlántico, cartas que demuestras que además de todo lo dicho sobre él, es un mentiroso. La realidad, sin embargo, es que Garzón no es más que víctima de su propia iniquidad, de la manera –a veces vil- que ha puesto el noble ejercicio de la judicatura al servicio de espurios intereses políticos, propios y extraños, y del modo en que él mismo ha practicado sobre otros lo que ahora sufre en su propia piel.

Tres historias. Tres acosos. Tres señas de identidad de un país que camina a la deriva, sin rumbo definido y con un capitán al mando del timón dispuesto a llevarlo directo al abismo. Un país que se define por tres síntomas de una grave enfermedad que afecta a nuestra democracia: la intolerancia del nacionalismo y de una buena parte de la izquierda hacia todo lo que no sea su Pensamiento Único, la corrupción político-económica y la llamada ‘cultura del pelotazo’ que ha creado una auténtica ‘casta’ de poder en la política y sus aledaños, y la decadencia y el declive de las instituciones que deberían sustentar el edificio de la Democracia y que, sin embargo, se encuentran gravemente dañadas por la sumisión al poder. Este país necesita una profunda regeneración, y la sociedad empieza a demandarla cada vez con mayor intensidad en la exigencia. Si los políticos no se dan cuenta y no atienden esta demanda, perderán una oportunidad única de convertirse en referentes de ese cambio, y conseguirán ahondar todavía más en la desafección que la ciudadanía demuestra hacia ellos.


El confidencial - Opinión

Flandes hoy, Cataluña mañana. Por Álvaro Vermoet Hidalgo

Bélgica, único país europeo que ha tardado más de medio año en formar un Gobierno interno e inestable, no funciona como país porque se ha impuesto el modelo territorial que quieren los nacionalistas catalanes y vascos en España.

¿Se imaginan que los nacionalistas triunfasen definitivamente en España? ¿Que lograsen imponer un modelo de Estado basado no en la independencia, sino en la sumisión del resto del país? Dejen de imaginar, vénganse a Bélgica.

Al igual que España, Bélgica es una monarquía constitucional, en la que el Rey no tiene ningún poder. Sucede que en Bélgica, el Gobierno tampoco. Bélgica se divide en tres territorios, tiene seis gobiernos y siete asambleas legislativas (lo que explica que nunca se tome ninguna decisión efectiva... y que las decisiones que se toman nunca sean efectivas). La cooficialidad de lenguas que aún rige formalmente en España no existe en Bélgica, de tal forma que los francófonos (40%), los neerlandófonos (60%) y el pequeño grupo germanófono conforman tres comunidades lingüísticas. Sin embargo, las mismas no coinciden con la división territorial hecha hace décadas, y son los gobiernos territoriales (Valonia, Flandes y Bruselas) y no las comunidades lingüísticas los que tienen todo el poder político.


Mientras que en Bruselas (ciudad-región enclavada en Flandes) rige un bilingüismo estricto, pese a tener sólo un 10% de flamencos frente a un 70% de francófonos y Valonia (que vive una situación comparable a la de Andalucía o Extremadura: estancada económicamente y sumergida en socialismo y corrupción) es francófona, es en Flandes, oficialmente neerlandófona pero con poblaciones francófonas, donde se ha producido y se sigue produciendo un esfuerzo político por desterrar de la vida pública a los francófonos. Como ejemplo, véase la expulsión de los francófonos de la Universidad Católica de Lovaina (donde me encuentro estudiando) impulsada en 1968 por los democristianos flamencos de la Universidad, entre los que se encuentra el nuevo presidente de la UE, Van Rompuy. La estrategia del nacionalismo flamenco (que no es un partido: son todos los partidos políticos a los que se puede votar en Flandes) es la misma que la del catalán: primero apelar a la flexibilidad del país para que quepan las "especificidades" propias y después negar esa misma flexibilidad dentro de su territorio; defender primero un Estado federal (o autonómico) y, obtenido el poder territorial, pasar a defender una confederación; conjugar un discurso y un programa contra el Estado a la vez que dominan todo el poder político del Estado.

La delimitación de Flandes llevó consigo el compromiso de que el Gobierno flamenco respetara a las poblaciones francófonas de Bruxelles Halle Vilvorde (hoy 75% francófonas) que rodean a Bruselas. Sin embargo, los partidos flamencos consideran que ya ha llegado el momento de acabar con esa "irregularidad", empezando por las escuelas francófonas controladas por el Gobierno flamenco. Hace algunas semanas, el parlamento regional se ha arrogado la competencia de "inspeccionar" estas escuelas a iniciativa del partido neofascista N-VA. Recientemente, la mayoría flamenca ha impuesto la "escisión" total de Bruxelles Halle Vilvorde respecto de Bruselas, con el fin de que estos municipios francófonos pasen a estar completamente bajo el control del Gobierno flamenco. Y ello no se hace sólo para impedir que los ciudadanos, mayoritariamente francófonos, puedan expresarse en francés ante la Justicia y ante la Administración (el francés está literalmente prohibido en la administración flamenca).

Lo que pretende impedir Flandes es que los 150.000 francófonos que viven en Bruxelles Halle Vilvorde puedan votar a los partidos francófonos, pudiendo sólo votar a los nacionalistas flamencos, todo ello con la oposición del Front Démocratique des Francophones. A esto hay que añadir el caso de varios alcaldes elegidos por aplastantes mayorías absolutas en estos municipios, no reconocidos oficialmente por el Gobierno de Flandes por haber utilizado sus electores papeletas en francés, lo que ha conllevado una denuncia del Consejo de Europa.

El integrismo lingüístico-territorial aplicado en Flandes se fundamenta, como el catalán, por una parte en una idea de Estado-nación que identifica territorio y lengua y, por otra, en "compensar" la marginación que históricamente han sufrido los flamencos y su lengua, no sólo una marginación política, como en el caso catalán, sino también económica (brillantemente retratada en Daens). El programa de pureza lingüística flamenco acaba de incluir medidas como prohibir el uso del francés durante el recreo o la expulsión sistemática de los niños que hablen en francés durante las actividades organizadas por la agencia deportiva flamenca. La política lingüística del nacionalismo catalán, destinada a convertir el castellano en lengua extranjera en Cataluña, se asemeja pues a la del nacionalismo flamenco, con el agravante de que en Flandes la mayoría no habla francés mientras que en Cataluña se trata de cambiar la lengua materna de muchos ciudadanos que, además, sí es oficial en Cataluña (pese a lo cual los castellanohablantes en Cataluña parecen haber asimilado como algo natural que su lengua no sea oficial "de facto" en su propio país, mientras que los francófonos de Flandes resisten).

Pero es al sistema de partidos políticos a donde quería llegar en la comparativa con Cataluña. Expliquemos la cuestión de los partidos con otra comparación. Cuando Rosa Díez se negó a que Ciudadanos fuera la sucursal de UPyD en Cataluña, buscaba evitar una situación como la del PP en Navarra con la UPN o, sobre todo, como la del PSC, un partido nacionalista catalán que juega el rol de franquicia del PSOE cuando ello le conviene, lo cual resulta dramático dado que los votos originariamente los aportaba el PSOE catalán y no el minúsculo PSC. El resultado es que en la práctica, cada vez más, en Cataluña sólo se puede votar al nacionalismo.Pues bien, en Bélgica la situación de UPN y del PSC es la que define la vida política: no sólo no existen partidos a nivel federal (existen democristianos, socialistas y liberales en los tres trozos del país sin que ninguno tenga relación alguna con su homólogo desde hace décadas), sino que resulta jurídicamente imposible poder votar a los partidos de la otra región, y ni siquiera en las elecciones federales se intenta fingir la existencia de programas o líderes nacionales.

Este modelo, que se impone en Cataluña y se generaliza con el desarrollo Estado autonómico, tiene más que ver con el modelo político que con los sentimientos identitarios de los ciudadanos de estas regiones. La generalización del nacionalismo catalán no se debe a su fuerza social originaria (véase la victoria de los partidos nacionales, UCD y PSOE, en las primeras elecciones catalanas, o la ratificación en referéndum de la Constitución española, que obtuvo más participación que el Estatuto) sino a la falta de sentido de Estado de los partidos nacionales cuando decidieron "confundirse con el paisaje" nacionalista, movidos precisamente por los incentivos que caracterizan el modelo político del Estado autonómico tal y como se está desarrollando. Es por ello que se está llegando a la misma situación en el resto de España, según van adoptando ambos partidos nacionales la estructura de poder del Estado.

Incentivos que perjudican precisamente al sentimiento nacional, puesto que una región en la cual los partidos nacionales no adopten el modelo territorial de poderes (el de Flandes, el de Cataluña) perjudicará a esa región, al carecer de fuerza sus diputados para presionar al Gobierno de la misma forma que lo hacen los nacionalistas. Se incentiva, pues, el poder de quienes quieren acabar de desmontar el Estado y se penaliza a los pocos que resisten.

Bélgica, único país europeo que ha tardado más de medio año en formar un Gobierno interno e inestable, no funciona como país porque se ha impuesto el modelo territorial que quieren los nacionalistas catalanes y vascos en España, y que es al que vamos –sin la preceptiva reforma constitucional que haría falta y que iría en sentido contrario de la que pide la gente– gracias al Tribunal Constitucional y a otras instituciones. En Bélgica se han fomentado las identidades territoriales y lingüísticas frente a la identidad nacional, cuando precisamente las identidades nacionales se crearon para evitar continuos conflictos étnicos o comunitarios.

Tal vez España estaría a tiempo de no acabar como Bélgica en materia territorial si los partidos políticos nacionales pactaran la regeneración del Estado que parecen pedir los ciudadanos. Desde luego, una reforma constitucional sería un paso a seguir, sobre todo en materia de educación y lengua, pero en realidad lo único que hace falta es que los dos partidos nacionales actúen con sentido de Estado. No sé si haría falta un Ministerio de la Identidad Nacional como el francés, pero tengo claro que hace falta una educación nacional y unas instituciones nacionales que refuercen la identidad nacional, basada no en imponer una manera de entender el país, una lengua o un sentimiento territorial, sino en el verdadero respeto a la pluralidad: un régimen político de libertades, fundamentado en la igualdad de los ciudadanos y en la soberanía nacional. Lo contrario, permitir la creación de identidades territoriales en un Estado descentralizado, es el caldo de cultivo para acabar como Bélgica.

Álvaro Vermoet Hidalgo es presidente de la Unión Democrática de Estudiantes, miembro del Claustro de la Universidad Autónoma de Madrid, consejero del Consejo Escolar del Estado y autor del blog Cien Mil Objeciones.


Libertad Digital - Opinión

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Lo peor, lo mismo. Por Gabriel Albiac

HERMANN Rauschning transcribió en 1939 esta personal confidencia de Hitler: «Siempre les digo a los míos que disfruten y se enriquezcan... Haced lo que queráis, pero no os dejéis pillar». Lo llama la corrupción dirigida. «A falta de una revolución», Hitler garantizaba la «vía libre al saqueo». Recordé esas palabras en los años en que los gobiernos de Felipe González diseñaron la más fantástica trama de robo y corrupción que, hasta entonces, habíamos conocido. La conjunción Gal+Filesa acabó mal. Puede que esto a lo cual ahora asistimos logre lo que se le fue de las manos al dicharachero caudillo sevillano: la consolidación de un Régimen sin alternativas.

Acaba ahora el año más aciago de cuantos he vivido en democracia. Aciago en lo económico: lo que parecía imposible se ha consumado; la España en expansión del 2004 ha quedado en cenizas; en un vértigo sin transiciones, hemos pasado a tener un pie en la bancarrota; la ruina es tangible en todos los bolsillos; con la única excepción de los políticos; el bolsillo de éstos jamás mengua. Aciago en lo político: piratas que se desternillan ante el veto de usar las armas que pesa sobre el Ejército español; sultán marroquí que aprendió de su padre cómo se debe tratar a ciertos medrosos gobernantes españoles; Al-Qaeda del Magreb, que algo habrá leído acerca de cómo sus colegas en Madrid lograron derribar un Gobierno; referéndums ilegales, convocados por alcaldes que en cualquier país europeo hubieran acabado con sus promotores en humillante presidio... Aciago en lo moral, también: ¿qué sociedad podría mantener su integridad anímica ante la áspera certeza de ser robada y burlada por aquellos que se dan nombre de representantes suyos? Todos aquí han perdido la más ínfima fe en la política, todos saben que el oficio de político es monopolio de una casta sin más criterio que el de sus muy privados intereses, y que nadie va a pagar penalmente por el destrozo realizado.

El enigma es que, en lo más hondo ya de esta podredumbre, ni un estallido de cólera explícita rompa el sosiego de la casta. Nada se desmorona. Muy al contrario: nunca, desde la transición, un Gobierno se ha sabido tan impune; nunca, desde la transición, la resignación y el sálvese quien pueda han corroído tan hondo cualquier residuo de conciencia pública o privada. Es la más dura confirmación de que un Gobierno no precisa inteligencia para consolidarse; sólo una perfecta ausencia de escrúpulos.

Sobre dos puntales se alza hoy la fortaleza del nuevo Régimen: espectáculo y brigadas de choque. Nada que no hayan conocido bien los totalitarismos de entreguerras. Salvo la extraordinaria peculiaridad de que eso funcione tan bien en democracia. Quienes nos hemos reído de la fauna analfabeta de actores y cantautores con ceja subvencionada, no habíamos entendido nada. Confesémoslo: en el tiempo de los televisores, es más eficaz un descerebrado guapo que el mismísimo Einstein redivivo. Hoy, ese club de la SGAE tiene su Ministerio, al frente del cual una tal Sinde. Y Ministerio tienen las brigadas de choque: se llaman sindicatos, porque de alguna manera hay que llamarlas; pero si a cualquiera de los hombres admirables que en el siglo XIX dieron sus vidas por la autoorganización obrera los pusieran delante de esos tipos que viven del erario público y halagan consecuentemente a quien les paga, no sé si lograría vencer su tentación de retorcerles el pescuezo. Tampoco es nuevo ese Ministerio de control obrero: todos los totalitarismos lo tuvieron.

Acaba el año, sí. El más aciago. Lo que viene tiene toda la pinta de que irá a peor. Es decir, a lo mismo.


ABC - Opinión

De la Iglesia vasca. Por José García Domínguez

Elorza, como el ilustre tonsurado, primero paseó bajo palio a los matarifes de Batasuna. Y ahora ansía que Benedicto XVI suscriba un concordato con Erkoreka para que a los obispos los consagre Arzallus tomando chiquitos en los batzokis de Bilbao.

Diríase que la fe del prelado Munilla obedece al más ortodoxo catolicismo hispano, según acaba de denunciar con hastío indisimulado el prestigioso teólogo donostiarra Onán Elorza. Una herejía, al parecer, nunca vista por esas parroquias: el insólito caso del cura que en lugar de rendir culto al dios de la tribu, adora al del Cielo. En fin, ya lo advirtió aquel filósofo anónimo del pueblo: "Hay gente pa to".


Demasiado cobarde para luchar y demasiado gordo para salir corriendo, ese Elorza, el Sancho Panza del Cantábrico que regenta su ínsula Barataria en Donosti, encarna un tipo de zascandil paradójico muy del país: el castizo que no cree en Dios, pero sí en los curas. La suya, pues, es una escatología que empieza y acaba en el fru-fru de las sotanas, que diría Alfonso Guerra. De ahí que le haya faltado tiempo con tal de sumarse a los ayatolás del PNV que exigen explicaciones al Vaticano por lo de Munilla. ¿Quién se debe creer que es el Papa de Roma para poner obispos en la provincia de Guipúzcoa?, barrunta nuestro Voltaire de brasero y sacristía.

Y es que Onán resulta ser un consumado maestro en el difícil arte de estar en misa y repicando, empeño que sólo los muy miserables llegan a consumar con pericia equiparable a la suya. Por algo Elorza, a imagen y semejanza del emérito Setién, ha sabido mantener una exquisita equidistancia moral entre las pistolas y las nucas. Así, como el ilustre tonsurado, primero paseó bajo palio a los matarifes de Batasuna. Y ahora ansía que Benedicto XVI suscriba un concordato con Erkoreka para que a los obispos los consagre Arzallus tomando chiquitos en los batzokis de Bilbao.

"Como se hieren y matan hombres por el servicio de la patria, puédese en sociedad católicamente organizada ajusticiar hombres por infracción del Código divino", garrapateó mosén Sardá y Salvany en El liberalismo es pecado, aquel best-seller de la carcundia carpetovetónica de finales del XIX. La misma que poco después pondría una vela a Cristo y otra a Sabino Arana para predicar "la santa virtud del odio" –Salvany dixit– a los hijos del terruño. Así el espectro del cura Santa Cruz y su nueva partida, la de los cruzados de Uriarte. Pobres diablos.


Libertad Digital - Opinión

Los límites del aire. Por M. Martín Ferrand

«TODO el mundo sabe el límite de lo que es un regalo navideño». Así lo afirma Ana Mato, pensadora de guardia en el PP, para darnos a entender el alcance del «código de buenas prácticas» que ha impulsado Mariano Rajoy para orientación y guía de conducta de los militantes con cargo y representación. Un par de botellas de vino, ¿entran den- tro de lo que el PP y su confuso oráculo entienden como «límite»? Un Château Margaux del 2006, que no es ni el mejor ni el más caro de los vinos de Burdeos, se compra en España por unos 750 euros la botella. ¿Entra en el presupuesto de la honradez que proclama la doctrina popular que, de ahora en adelante, tendrá que supervisar José Manuel Romay Beccaría? ¿Quizás el Pingus del 2006 -980 euros la botella-, por el hecho de ser de la Rivera del Duero, se aproxima más a la unidad de medida de la decencia que acaba de aprobar el Comité Ejecutivo del PP? Más modestamente, aunque sin salir de lo suntuario, ¿un Único de Vega Sicilia del 99 -150 euros botella- quebranta la virtud de un cargo popular?

Es evidente que la corrupción es uno de los grandes males degenerativos de nuestra democracia y es probable que resulte insuparable, en mayor o menor dosis, en un sistema partitocrático que no se ventila con la efervescencia parlamentaria ni se depura con el rigor de una representatividad más nítida de la que nos asiste. Al PP cabe aplaudirle la buena voluntad de abordar el problema y la sinceridad que denota la elección de un vigilante -¡auditor de prácticas internas!- tan solvente como Romay, pero no basta.


Bernardo de Claraval, gran impulsor de la orden del Cister, es uno de los mayores y más trascendentales personajes de la Europa medieval. Sus dichos y sus hechos forman parte de los sólidos cimientos en que se sustenta la realidad actual del Viejo Continente y no es cosa, ni desde el laicismo, de desmerecerle por su santidad. Parece que, con nueve siglos de adelanto, estaba previendo la llegada del PP al escenario político continental cuando dijo, con tanta precisión como belleza, que el camino del Infierno está empedrado de buenas intenciones. La corrupción es el fruto de una sociedad permisiva. Ese es nuestro mal colectivo. El rigor y la exigencia, la pretensión de la excelencia, son la única medicina eficaz contra la enfermedad que se trata de remediar, pero no se administra en cataplasmas ni en dichos de oportunidad.

ABC - Opinión

Garzón o lo que dijo la sartén al cazo

Ahora que Garzón se queja de la lentitud de la Justicia, recordemos que, gracias a uno de sus muchos y notorios retrasos, está aún por esclarecer judicialmente el chivatazo policial a ETA.

Ya es grave que un juez pretenda enjuiciar una causa sin tener competencias jurisdiccionales para ello. Aun es peor si, además, los supuestos delitos que pretende enjuiciar ya han prescrito y, para colmo, sus presuntos autores llevan años bajo tierra. Esto es exactamente, sin embargo, lo que hizo el juez Garzón al arrogarse unas competencias de las que carecía la Audiencia Nacional para enjuiciar unos crímenes como los perpetrados durante la guerra civil y el franquismo, cuya responsabilidad penal había prescrito según los plazos señalados por el Código Penal –por no hablar de la Ley de Amnistía de 1977–, y al acusar de ellos a personas cuyo abandono del mundo de los vivos era tan notorio como el de Franco, Mola, Serrano Súñer, Cabanellas, Muñoz Grandes y el resto de altos cargos del llamado "bando nacional" a los que Garzón, en su enfermizo afán de notoriedad, acusaba nada menos que de delitos asimilables al de genocidio.


Como es conocido, el resultado de todo este trágico esperpento fue la declaración de extinción de responsabilidad penal por fallecimiento de los acusados y la decisión de Garzón de inhibirse de la causa a favor de los juzgados territoriales en los que se encontraban las fosas comunes que mandó abrir cuando se autodeclaró competente para instruir tan delirante procedimiento.

Ante la acusación de prevaricación que ahora pesa sobre Garzón por este asunto, consideramos que ya es bastante desfachatez por su parte su pretensión de hacer creer al Tribunal Supremo que su actuación no la llevó a cabo a sabiendas de que no la respaldaba la ley como para que ahora se permita además presionar a los magistrados quejándose del "retraso injustificado" en esta instrucción que considera "propia de un proceso inquisitorial".

Pero que uno de los jueces con mayor número y más graves causas pendientes de resolución se permita criticar la lentitud del Tribunal Supremo tiene tanta validez como lo que le pueda reprochar la sartén al cazo. Más aun cuando Garzón, al abrir sin amparo legal su causa general contra el franquismo, acaparó por puro afán de notoriedad enormes recursos humanos y económicos necesarios para atajar la lentitud de la justicia.

Recordemos también que, gracias a los muchos y notorios retrasos de Garzón, se dejó de prorrogar en 2007 órdenes preventivas destinadas a evitar que Batasuna pudiese recuperar al menos 48 herriko tabernas embargadas desde 2002. También gracias a otro retraso –o algo peor– de Garzón, Batasuna pudo celebrar numerosos actos políticos durante la negociación del Gobierno de Zapatero con ETA. Recordemos también que en 2008, gracias a otro retraso de Garzón, quedaron en libertad dos presuntos narcotraficantes turcos, ya que este juez fijó la vistilla en la que debía prorrogarse su prisión preventiva dos días después de concluir el plazo legal para poder hacerlo. Eso, por no recordar, entre muchos otros más, el más célebre retraso de Garzón como es el que afecta al esclarecimiento del delito de colaboración con banda armada que cometieron dos agentes policiales, bien motu proprio, bien siguiendo órdenes de sus superiores, al informar a integrantes del aparato de extorsión de ETA de que estaban siendo vigilados por orden del juez Grande Marlaska.

Si la bochornosa actuación de Garzón ante la "paz sucia" de Zapatero le desacredita para que dé lecciones sobre el imperio de la ley y el Estado de Derecho, no es mayor su autoridad moral a la hora de criticar la siempre lamentable dilación de nuestros Tribunales de Justicia.


Libertad Digital - Editorial

La ceja no está de moda. Por José María Carrascal

MÁS que de las encuestas, cuya capacidad de equivocarse casi iguala a la de nuestro presidente, me fío de Pilar Bardem para calcular cuántos turrones se comerá éste en la Moncloa.

Mientras las encuestas parecen pensar más en quién las paga que sobre quién versan, las palabras de Pilar Bardem han sido tajantes como el rayo y rotundas como el trueno. «Yo no soy de la ceja, y al que lo diga lo mato». ¡Menuda forma de decir las cosas! Que doña Pilar no era socialista, sino comunista lo sabíamos. Pero que fuera tan antizapaterista como para estar dispuesta a matar para demostrarlo es toda una sorpresa. Hasta ahora, había dado la impresión de no molestarla que la incluyesen entre los juglares del presidente. Y, sobre todo, ¿qué necesidad tenía de decirlo en un acto tan inocente como la presentación de las memorias de unos actores, a los que quitó todo protagonismo, algo que no se hace nunca a un colega? Habiendo tenido, además, infinidad de ocasiones más propicias para proclamarlo, la última, la lectura que hizo del manifiesto anticapitalista al finalizar la reciente manifestación de los sindicatos. Lo que tampoco le impide, como presidenta de la AISGE, vivir de la forma más capitalista posible, esto es, de las rentas, cobrando derechos de autor por cualquier trabajo más o menos intelectual que hayan hecho. Claro que de estos comunistas nuestros, que van a Cuba sólo como turistas, viviendo, trabajando y cobrando en el capitalismo más grosero, ya no nos extraña nada.


Lo que no hacía falta era la segunda parte de la frase. Eso de matar a alguien por decir algo ya no se estila. Más, en un país como el nuestro, donde se ha llevado a la práctica demasiadas veces. Viene a ser, doña Pilar, como citar la soga en casa del ahorcado. Con que hubiese dicho que no era zapaterista, bastaba. Si, además, nos dice por qué no lo es, o ha dejado de serlo, nos haría a todos un gran favor, dada la confusión reinante. ¿Porque Zapatero no es bastante de izquierdas? ¿Porque, siendo de izquierdas, hace cosas de derechas? ¿O porque ha descubierto que no es izquierdas ni de derechas, sino, simplemente, zapaterista? Y, si quiere hacerse un favor a sí misma, díganos por qué ha decidido decírnoslo precisamente ahora, ya que, en otro caso, olería a oportunismo.

Pero, por favor, sin amenazar a nadie de muerte. A no ser que sea de la izquierda del paredón y los gulags para quienes digan algo que no encaja en el sistema. Cosa que no creo, pues usted ha hecho lo que hizo siempre: leer el guión. Que, además, esta vez es acertado. El club de la ceja anda de capa caída y dentro de poco quedarán en él tan sólo Bibiana Aido y Zapatero. Este último, por llevarlas encima. Aunque habiendo depilación indolora...


ABC - Opinión

martes, 22 de diciembre de 2009

Cleptocracia. Por José García Domínguez

El derecho a la rapiña del erario con total, absoluta, definitiva impunidad. El retorno urgente al orden medieval a través de la privatización parcelada del Estado. La cleptocracia promovida a suprema seña de identidad colectiva. Catalunya.

En Mi siglo, soberbio libro de memorias del poeta polaco Aleksander Wat, sostiene el autor que muchas miserias de nuestra civilización son el resultado de no leer en voz alta. A su juicio, una porción notable de la literatura occidental no habría visto nunca la luz si sus artífices hubiesen accedido a recitar las obras antes de editarlas. Simplemente, les hubiera dado vergüenza oír sus propias necedades, concluye Wat con clarividente lucidez. Un hábito higiénico, ése que ahí sugiere, que, una vez convertido el Boletín Oficial del Estado en el principal canal de difusión de la literatura fantástica, convendría extender también a las cámaras legislativas, barrunta uno.


Así, por mucho cemento armado que blinde el rostro de, pongamos por caso Joan Saura, quizá padeciera un acceso de aluminosis facial tras declamar en público ciertas gansadas. Por ejemplo, ese artículo del Estatut que ampara el derecho inalienable de los catalanes –y las catalanas– "a gozar de los recursos del paisaje en condiciones de igualdad". Proclama que quizá resulte una solemne idiotez, aunque no una solemne idiotez gratuita. Al contrario, el precio visado y tasado de esa gran conquista revolucionaria asciende a justo 43.000 euros más IVA. Que tal ha sido la suma abonada por la consejería de Saura a un equipo de expertos en vistas, entornos y panorámicas con tal de estudiar las "percepciones y vivencias" de los catalanes –y las catalanas– en relación al paisaje doméstico.

Fruto de esa exhaustiva pericia, el Joan ha acusado recibo de que al pueblo soberano le placen más los bosques con ríos, arbolitos y pajaritos que los tendidos de alta tensión y las obras del alcantarillado, según acredita el dossier oficial. Una información que, sin duda, podría poseer un valor estratégico incalculable con tal de optimizar la eficacia operativa de la policía autonómica, la competencia que corresponde a Saura en el Gobierno de la Generalidad. En fin, a setecientos mil euros sube la última partida presupuestaria asignada a tales menesteres, acaba de anunciar, indiferente, el diario principal de la provincia, parte indisociable él mismo de idéntico paisaje moral. El derecho a la rapiña del erario con total, absoluta, definitiva impunidad. El retorno urgente al orden medieval a través de la privatización parcelada del Estado. La cleptocracia promovida a suprema seña de identidad colectiva. Catalunya.


Libertad Digital - Opinión

Lo esencial en el PP no es el código sino su aplicación

Nos parece correcto que el PP renueve su código de buenas prácticas, pero es poco creíble cuando la que lo presentar es Ana Mato, que aún no ha explicado sus vínculos con la trama 'Gürtel'.

MARIANO RAJOY cumplió ayer su promesa de redactar un código de buenas prácticas para evitar que lo sucedido en el caso Gürtel pueda repetirse. Hay que señalar, en primer lugar, que nos parece correcto que los partidos incorporen este tipo de códigos que imponen unas exigencias éticas más estrictas a los cuadros de los partidos que a cualquier ciudadano, puesto que se entiende que el hecho de dedicarse a la política exige un plus de ejemplaridad.


Entre otras cosas, el código del PP establece prohibiciones como aceptar regalos que vayan más lejos de la mera cortesía y obligaciones como separar las actividades públicas de las privadas. Todo ello es digno de encomio, pero difícilmente puede aspirar el PP a que sus mensajes de regeneración calen en la opinión pública cuando la persona encargada de presentar este código fue Ana Mato, que todavía no ha explicado sus vínculos con la trama Gürtel y por qué aceptó determinados regalos de alguno de sus miembros. No es cuestión de ensañarse con ella, pero su elección para difundir esta propuesta podría hacer pensar que el PP no se la toma demasiado en serio.

Tampoco refuerza su credibilidad el pacto firmado por el PP ayer en Arrecife para desalojar al PSOE de la alcaldía mediante una alianza con el Partido Independiente de Lanzarote, varios de cuyos concejales están imputados por corrupción.

Entrando en el análisis de las medidas del código, algunas son avances indudables y otras meros principios tan obvios que ni siquiera habría que formular como el deber de «velar por el interés público», actuar con «eficacia y transparencia» o «evitar conflictos de intereses». Sí nos parece en cambio una buena idea obligar a los dirigentes a firmar una carta de compromisos éticos con una declaración jurada de bienes y también la creación de mesas de contratación formadas por dirigentes de diversos perfiles y regladas en sus procedimientos.

Esta última medida está pensada obviamente para evitar la repetición del caso Gürtel, donde la falta de controles propició contrataciones abusivas e irregulares. Es evidente que Rajoy pretende que no se vuelvan a reproducir estas prácticas, aunque sus buenos propósitos tendrían más credibilidad si el PP no se hubiera limitado a saldar este asunto con la cabeza de un chivo expiatorio como era Ricardo Costa, sin responsabilidad en las adjudicaciones a la trama de Correa y Álvaro Pérez.

El PP ya tenía un código de conducta, impulsado por Aznar en 1993, que hubiera permitido apartar antes a Luis Bárcenas, exigir explicaciones coherentes a Ana Mato, cesar a los responsables de las contrataciones de Gürtel en Valencia e incluso suspender de militancia a Carlos Fabra. Pero Rajoy no ha actuado no por falta de reglamentación sino por miedo a tocar intereses sensibles o a enfrentarse con sectores poderosos del partido.

El PSOE y otras formaciones tienen códigos de conducta similares, lo que no ha contribuido hasta ahora a dignificar la política porque todos sabemos que lo importante no es lo que se dice en esas normas internas sino cómo se aplican. Nadie necesita que se le explique en qué consiste la corrupción. Lo importante es que las cúpulas de los partidos actúen de forma rápida e inflexible contra los militantes que son sospechosos de prácticas deshonestas o enriquecimiento ilícito, en lugar de buscar pretextos para mantenerlos en sus cargos, como está sucediendo y ha sucedido en tantas ocasiones. En este sentido, la iniciativa de Rajoy es buena, pero pronto habrá oportunidades para constatar si la dirección del PP es coherente con los compromisos asumidos en este código.


El Mundo - Editorial

Símbolo de la barbarie

El fracaso de Alfacar no debe abrir la puerta a una búsqueda universal de los restos de Lorca.

La Junta de Andalucía no proseguirá la búsqueda de los restos de Federico García Lorca tras el fracaso de las excavaciones en Alfacar, el lugar donde se le creía enterrado. Es difícil criticar esta decisión, puesto que el objetivo último de las acciones emprendidas hasta ahora consistía en poner fin a lo que se suponía que era una fosa común procedente de la Guerra Civil, en la que, además de otras víctimas anónimas, podía encontrarse uno de los poetas españoles más universales. Continuar indagando en otros parajes sería tanto como sustituir este propósito limitado por otro de alcance general, consistente en localizar los restos de García Lorca allá donde se encuentren. No es seguro que un Gobierno autónomo deba liderar una iniciativa de estas características.


El fracaso de las excavaciones es, sobre todo, el desmentido provisional o definitivo de una hipótesis que, apoyándose en testimonios considerados directos, estableció que García Lorca fue asesinado y enterrado junto a otros compañeros de infortunio en las proximidades del barranco de Víznar. Desde el punto de vista de la historia, hoy se sabe más de la suerte del poeta que antes de emprender las excavaciones; se sabe que, o bien no fue enterrado tras el fusilamiento en el lugar que hasta ahora se creía, o bien que sus restos fueron removidos en algún momento posterior. Encajar esta nueva pieza en el relato de aquella fatídica madrugada de agosto es una tarea de los historiadores. Y dependiendo del resultado, puede constituir una prueba adicional de la vileza con la que se cometió este crimen contra alguien a quien sólo se podía acusar de su formidable talento.

Pero existen, pese a todo, algunas lecciones que convendría extraer de todo este episodio, iniciado en la polémica y concluido en el fiasco. La primera es que tantas y tan buenas razones pueden tener las familias que desean recuperar los restos de sus familiares asesinados durante la Guerra Civil y el franquismo, como las que, por el contrario, prefieren renunciar a hacerlo, como ha sido el caso de los allegados de García Lorca. Corresponde a los tribunales decidir sobre dos derechos que, aunque enfrentados, son igualmente legítimos y respetables.

Y la segunda lección tiene que ver con el grado de implicación que corresponde a los poderes públicos en iniciativas similares a la que ha promovido la búsqueda de los restos de García Lorca, ya se trate de tribunales o administraciones autónomas. Deberían actuar obedeciendo a su propia lógica institucional, no a los requerimientos de hipótesis historiográficas más o menos verosímiles o más o menos contrastadas. Porque las consecuencias de un eventual desmentido no son las mismas para los investigadores que para un tribunal o para un Ejecutivo.

Fuera o no enterrado en Alfacar tras su fusilamiento, y se encuentren o no alguna vez sus restos, lo cierto es que García Lorca seguirá siendo para siempre un símbolo de la barbarie que asoló el país a partir de 1936.


El País - Editorial

El código "antigürtel", remate de un calamitoso año


Declarar que no existe causa contra ellos que les inhabilite, recibir regalos con mesura o vigilar adecuadamente las contrataciones externas es de un obvio que hace plantearse si en Génova han entendido en qué consiste su trabajo.

Al igual que Zapatero hace unos años dictó un llamado "Código del buen Gobierno" que nadie ha cumplido, empezando por el propio presidente, Mariano Rajoy no se quiere quedar atrás en lo que a nimiedades, buenas intenciones y bobería política se refiere. Más para lavar la cara al partido que para evitar futuros gürteles, ha encargado a Ana Mato –relacionada, curiosamente, con Jesús Sepúlveda, uno de los alcaldes salpicados por la trama de Correa– que elabore un código de buenas prácticas colmado de promesas y propósitos de enmienda.


Este vademécum del político popular es un refrito de lugares comunes que deberían ser de curso obligado para todos los que se dedican a la cosa pública. Declarar que no existe causa contra ellos que les inhabilite, recibir regalos con mesura o vigilar adecuadamente las contrataciones externas es de un obvio que hace plantearse si en Génova han entendido en qué consiste su trabajo. ¿Acaso los populares no lo exigían antes a sus cargos electos y a los del aparato del partido? ¿Es realmente necesario un código para evitar que se produzcan abusos e irregularidades dentro del PP y en las administraciones que gobierna?

Pero lo preocupante en el PP no es esto que, a fin de cuentas, no pasa de ser un juego floral encaminado a conseguir un titular en la prensa, sino el orden de prioridades que Rajoy y los suyos parecen tener. Asumen, por ejemplo, que 2009 fue un buen año, tan bueno como para desear que el que entra sea igual. Tal vez a Rajoy se le ha olvidado ya el calvario judicial y parlamentario que ha tenido que sufrir este año; o la rebelión de UPN con Miguel Sanz a la cabeza; o el magro resultado electoral en el País Vasco; o la decadencia, rayana ya en la insignificancia, del Partido en Cataluña; o los escándalos sucesivos capitaneados por Ruiz Gallardón en la Alcaldía de Madrid.

Aunque Rajoy crea lo contrario, el PP no está en su mejor momento. Lejos de hacer oposición, espera a que su rival caiga para evitar desgaste parlamentario y críticas de la prensa adicta al Gobierno. Ha secuestrado los casi diez millones de votos que recibió en 2008 y los ha puesto al servicio de una causa, la suya, que consiste en erigirse como heredero de la ruina que dejen los socialistas cuando salgan del poder. Con eso parece conformarse. El PP de Rajoy no crece en expectativa de voto, y si mantiene aún cierta diferencia positiva con respecto a Zapatero es por la pésima gestión de éste.

Pero, como sucedió hace ya dos años, las encuestas poco dicen y mucho ocultan. El PSOE, en su línea de fomentar el odio al PP, puede recuperar el terreno perdido movilizando a los radicales que le dieron la ventaja decisiva en 2008. Eso o que se produzca un trasvase de vuelta de los sufragios que el PSOE recogió de los nacionalistas, lo que arrojaría un escenario muy parecido al de 2004, con Zapatero en la Moncloa y Rajoy en la oposición por tercera legislatura consecutiva.

Para entonces, del código de buenas prácticas nadie se acordará, excepto los que, como Rajoy, entienden la oposición como una suerte de ministerio en el que hay que trabajar como si de un funcionario se tratara. Ganar las elecciones es otra cosa que requiere de voluntad: la que a PSOE le sobra y al PP le falta.


Libertad Digital - Opinión

lunes, 21 de diciembre de 2009

Carta de Pilar Bardem dirigida a MªTeresa Fernández de la Vega, Vicepresidenta del Gobierno

Bardem prometió apoyo político a cambio del Canon Digital
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Alfacar legendario. Por Gabriel Albiac

LOS muertos no están en ninguna parte. O están en todas, si se prefiere. Los muertos habitan sólo en la memoria. Que inventa su narración, a la medida del presente, al invocarlos. Vivimos todos con nuestros muertos a cuestas: somos ellos. Pero nadie que esté en su sano juicio puede confundir el indispensable subjetivo mundo de sus afectos con la fría objetividad de la historia. Amalgamar ambos planos tiene un nombre: apologética. Sus consecuencias son funestas.

Lorca existe en sus obras. Nada más. El polvo de los hombres muertos es polvo sólo. Indistinto de cualquier otro. Dos mil seiscientos años después, la voz del gran Heráclito de Éfeso debiera conmovernos: no hay nada en los cadáveres. La plenitud de un alma noble, si la hubo, está sólo en todo aquello intemporal que por ella fue forjado. Los monumentos funerarios son sórdidos homenajes a la superstición más negra: esa que prima muerte sobre vida. ¿Qué me importa el lugar donde revuele el polvo que una vez fue Aristóteles? Dejo correr los ojos sobre el texto prodigioso de la Metafísica y allí está cuanto de Aristóteles permanecerá inmune al horadar del tiempo; Aristóteles es esas letras; como es Rembrandt esos golpes brutales de pincel; como sólo hay Monteverdi en el sosiego de la voz con la cual Cathy Berberian pone, en este presente en el que escribo, la insoportable melancolía de Ariadna. La obra maestra abole cualquier presencia corporal de quien la hizo: es la obra de todos, la de nadie. Y por ello es eterna.


Pero el historiador, el historiador debe sobreponerse a sus afectos. Su tarea es áspera y glacial, o bien no es nada. Por eso su enemiga es la memoria, que está hecha sólo de afectos proyectados hacia atrás desde el presente; de esos afectos en los cuales inventamos retrospectivamente un sentido legendario a nuestras vidas. En la memoria habla el mito. La historia empieza donde el mito calla y al sentido se opone el seco dato. No existe obligación de hacer historia. Pero quien quiera hacerla está forzado a una ascética sentimental estricta. Y esa ascética puede ser muy dolorosa. Y no hacerla puede ser que nos consuele. Pero buscar consuelo al precio de ajustar los datos a la medida que nuestros deseos nos exigen, es la vía más segura al desastre. La historia legendaria es siempre coartada de algo. Jacques Le Goff advertía de su peligro a los historiadores: «La memoria no busca salvar el pasado más que para servir al presente y al futuro». Y de esa servidumbre todo poder hace uso rentable y odioso.

Le lección -ruda lección- de lo que acaba de suceder en Alfacar debiera, al menos, hacernos entender eso para lo cual Todorov nos dejó una fina herramienta en Les abus de la mémoire: que «memoria histórica» es, en rigor, un oxímoron, una frontal contradicción en los términos; que la personal memoria es una red de mitologías coherentes, en cuyos nudos construye un sujeto su identidad simbólica e imaginaria; que la impersonal historia busca tejer con constancias materiales, archivos y monumentos la red de determinaciones múltiples que permite fijar un hecho, desnudo de valoración, de afecto, de deseo. Que la historia comienza donde la memoria calla.
La lección -ruda lección- de Alfacar es que no se puede trocar un relato oral en verdad histórica, por muy respetable que el sujeto que nos habló sea. Porque todo sujeto que recuerda miente. Sin saberlo siquiera. Porque no hay memoria humana que no sea leyenda del pasado a su medida. Y todo lo que de conmovedor tiene el afecto para aquel que en él vive, se trueca en fraude cuando del sólo afecto se pretende hacer historia. Como en Alfacar.


ABC - Opinión