jueves, 24 de diciembre de 2009

Historia de tres acosos que identifican a un país llamado España. Por Federico Quevedo

El pasado 3 de noviembre este diario publicaba en exclusiva la decisión del Vaticano de nombrar a José Ignacio Munilla como nuevo obispo de San Sebastián, en sustitución de Monseñor Uriarte. Desde entonces, las reacciones han sido numerosas, la mayoría de ellas favorables en la medida que han partido del entorno del constitucionalismo y el sentido común. Munilla implicaba, sin lugar a dudas, un cambio significativo en la relación de la Iglesia Vasca con el nacionalismo y, sobre todo, con el entorno político de ETA al que hasta hoy en día buena parte de los prelados y párrocos vascos tratan con demasiada complacencia y no poca colaboración en muchas ocasiones. El nuevo obispo, vasco de pura cepa, siempre había mostrado una cristiana compasión hacia las víctimas del odio y la sinrazón nacionalista y había situado a los violentos en el único sitio donde un católico practicante puede situarles: bien lejos de Dios. La reacción de la intolerancia nacionalista no se hizo esperar, y en los últimos días hemos vivido una verdadera campaña de acoso por parte tanto del nacionalismo oficial (PNV), como del nacionalismo de sacristía en perfecta coordinación el segundo con el primero.

En el caso del PNV no deja de ser sorprendente lo rápido que sus dirigentes cuelgan las sotanas para votar a favor de la ley que convierte en un derecho el homicidio de seres humanos en el seno materno, y se las vuelven a poner para protestar por la decisión vaticana al no comulgar el nuevo obispo con su ideología totalitaria. En el caso de los curas que han firmado el manifiesto contra Munilla el asunto es más grave, porque pone de manifiesto hasta qué punto el aldeanismo nacionalista hace olvidar a los supuestos ‘testigos de Cristo’ que la suya es una religión universal, que no entiende ni de lenguas, ni de razas, ni de culturas, solo de amor y generosidad. Menos mal que a Munilla no parece afectarle la intolerancia de unos pocos, quizás porque como él mismo escribía en El Confidencial en marzo de 2007 “los cristianos creemos que nuestra historia es fruto de la inserción de la eternidad en el tiempo, al mismo tiempo que el tiempo abierto a la eternidad”. Dicho de otro modo, que tiene la paciencia de un santo.

Díaz Ferrán contra las cuerdas

La segunda historia de acoso no es menos sintomática. Ya cuando Gerardo Díaz Ferrán accedió a la Presidencia de la CEOE fuimos muchos los que lo consideramos un error dada su necesidad de que de que el Estado interviniera diplomáticamente como mediador en la causa que enfrentaba a una de sus empresas –Aerolíneas- con el Gobierno argentino presidido por el matrimonio Kirchner. Simplificando, que sus intereses personales podían entrar en conflicto con los intereses de la patronal, como de hecho así fue durante un tiempo, hasta que los empresarios le pusieron las pilas cuando la crisis empezó a hacer mella en las cuentas de resultados sin que el Gobierno actuara y sin que Díaz Ferrán lo denunciara. Fue más o menos la pasada primavera cuando el presidente de la CEOE ‘rompió’ su idilio con Rodríguez y desde entonces se ha convertido en un enemigo del Gobierno y de sus secuaces sindicales.

¿Tiene el Gobierno la culpa de la crisis de sus empresas? ¡NO! Es evidente que eso es responsabilidad suya, pero también lo es que el Gobierno podía haber actuado de otra manera –por ejemplo no suspendiendo la licencia de Air Comet o dándole más tiempo para resolver el problema financiero que le impide pagar desde hace meses las nóminas de sus empleados-, y que no lo ha hecho porque no le interesaba o le interesaba enviarle un mensaje a Díaz Ferrán: “Vamos a por ti”. El presidente de la CEOE se siente perseguido y, aunque eso no es excusa para tapar su mala gestión y su responsabilidad en la crisis de sus empresas que debería llevarle a dimitir de su cargo al frente de la CEOE, no le faltan motivos para ello y para denunciarlo, porque su caso es un claro ejemplo del sectarismo y la intolerancia que practica el Gobierno de Rodríguez.

El ocaso de Garzón

Tercera historia: El Consejo del Poder Judicial ha decidido reabrir el caso contra el magistrado Baltasar Garzón por el asunto de sus clases en Nueva York financiadas por el Santander. Entre la investigación abierta por el CGPJ y el sumario que instruye el Tribunal Supremo por presunta prevaricación en el caso de la causa que Garzón quiso abrir contra el franquismo, parece que el juez tiene contados sus días de toga. El se siente acosado y se ha quejado ante el órgano de Gobierno de los jueces porque la prensa ha publicado historias que le afectan y que en principio deberían estar bajo secreto de sumario, como las cartas a Botín pidiéndole que le financiara sus charlas al otro lado del Atlántico, cartas que demuestras que además de todo lo dicho sobre él, es un mentiroso. La realidad, sin embargo, es que Garzón no es más que víctima de su propia iniquidad, de la manera –a veces vil- que ha puesto el noble ejercicio de la judicatura al servicio de espurios intereses políticos, propios y extraños, y del modo en que él mismo ha practicado sobre otros lo que ahora sufre en su propia piel.

Tres historias. Tres acosos. Tres señas de identidad de un país que camina a la deriva, sin rumbo definido y con un capitán al mando del timón dispuesto a llevarlo directo al abismo. Un país que se define por tres síntomas de una grave enfermedad que afecta a nuestra democracia: la intolerancia del nacionalismo y de una buena parte de la izquierda hacia todo lo que no sea su Pensamiento Único, la corrupción político-económica y la llamada ‘cultura del pelotazo’ que ha creado una auténtica ‘casta’ de poder en la política y sus aledaños, y la decadencia y el declive de las instituciones que deberían sustentar el edificio de la Democracia y que, sin embargo, se encuentran gravemente dañadas por la sumisión al poder. Este país necesita una profunda regeneración, y la sociedad empieza a demandarla cada vez con mayor intensidad en la exigencia. Si los políticos no se dan cuenta y no atienden esta demanda, perderán una oportunidad única de convertirse en referentes de ese cambio, y conseguirán ahondar todavía más en la desafección que la ciudadanía demuestra hacia ellos.


El confidencial - Opinión

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