
La subida del tabaco no es sólo una medida impopular, sino antipopular, porque perjudica directamente a los que carecen de mejor desahogo. El Gobierno socialdemócrata debe sufrir al respecto mala conciencia porque ha justificado el asunto con el consabido mantra sanitario, pero el argumento no cuela porque si la gente dejase de comprar cigarrillos el Estado se quedaría sin recaudar la plata que necesita a corto plazo para cubrir el disparado gasto asistencial. Mientras ven el modo de subir los impuestos directos, que es lo que nos espera más pronto que tarde, las autoridades han echado mano del mecanismo más inmediato, aun a sabiendas de que fastidia uno de los pocos solaces de la clase trabajadora, de ese español que sufre, tose y calla, como escribió Umbral una vez que Felipe González, agobiado por la crisis de los noventa, también decidió buscar recursos en el fondo de las pitilleras del pueblo soberano.
En la Inglaterra de Tony Blair, un ministro laborista se rebeló contra las políticas antitabaco porque le parecía reaccionario y elitista privar a la gente humilde del mínimo derecho de consolarse de su adversidad con un pitillo, y consideraba una hipocresía preocuparse de la salud de los desfavorecidos antes que de su bienestar social. Más hipócrita resulta cobrarles el subsidio por vía indirecta, cuando lo que les sucede a tantos ciudadanos en la España de hoy es que ya no les alcanza el dinero ni para ese pequeño vicio individual; en los estancos ha crecido exponencialmente la venta de picadura y papel de liar, el último recurso del fumador en quiebra que sólo quiere emporcarse un poco los pulmones a falta de mejores alicientes con los que administrar su ocio forzoso. Fumar es malo, sí, y acorta las expectativas de vida; pero se trata de un mal momento para privar a las víctimas de la crisis del derecho a anestesiar un poco su zozobra. Y encima diciéndoles que es por su bien.
ABC - Opinión
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