En estos pasados días ha llamado la atención, y golpeado las conciencias que siguen en activo, el accidente padecido por Franns Rilles Melgar, un trabajador boliviano sin papeles, de 33 años, que perdió su brazo izquierdo mientras trabajaba en una empresa panificadora de Gandía, Valencia. Su empleador, más negrero que empresario, abusaba de la situación ilegal del inmigrante y, para evitarse problemas, tiró el brazo amputado a un contenedor de basura y acercó al herido hasta las proximidades de un hospital. Los abuelos de nuestros abuelos se conformaban con no darle empleo a quienes no eran «iguales» a ellos y a pedirles, para que lo fueran, cinco testimonios de limpieza de sangre. Querían «gente bien nacida». Lo del empleador de Gandía es más bárbaro y grave: admitió a Rilles en la fábrica como esclavo del siglo XXI, pero a costa de su sangre.
Ayer, la Fiscalía de Siniestralidad Laboral de Valencia -¡tenemos de todo!- ha solicitado la concesión de un permiso de residencia para Rilles. Una vez más el buenismo de las instituciones trata de enmascarar su inoperancia. Rilles no debiera estar en España en situación ilegal, la panificadora tendría que haber sido inspeccionada y sancionada con dureza por su intolerable mecanismo de contratación de esclavos contemporáneos y alguien -ignoro quién en razón de la atomización de nuestras Administraciones públicas- será responsable político del suceso. El presunto empresario y evidente responsable del brazo cortado ya debiera haber sido conducido ante el juez y, seguramente, la noticia de su ingreso en prisión preventiva tendría que acompañar a la del permiso de residencia de su víctima.
ABC - Opinión
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