domingo, 31 de mayo de 2009

SOL Y SANGRE. Por Alfonso Ussía

Lucía el viernes el sol sobre los valles vascos. Día de viento sur, que en la bóveda verde del norte de España calcina los prados con sus calores tórridos. El viento sur, si permanece unos días, provoca el nortazo, la galerna y la lluvia, y los prados, brañas y alcores recuperan el agua que tanto necesitan. Lucía el viernes el sol sobre Azpeitia. La basílica de Loyola, la casa de Ignacio, se alza a un centenar de metros del lugar donde Ignacio Uría, último asesinado por la ETA, se topó de golpe con la muerte. Donde corrió su sangre, la gente buena renueva ramos de flores y velas encendidas. También, a pocos metros de ahí, los compañeros de la partida de tute siguen reuniéndose para jugar a las cartas. Sustituyeron a Ignacio Uría el mismo día de su muerte, y se lo pasan muy bien. El viernes apareció por allí Arnaldo Otegui, que acompañaba a Doris Benegas. Iban de campaña electoral. También el etarra «Antxon», que se mantiene en forma y parece que los años no han pasado por su piel de serpiente. Para mitigar los altos calores, Otegui llevaba un polo y Doris un liviano vestido, como su conciencia. Se instalaron frente a la basílica, y hablaron, y pidieron el voto para «Iniciativa Internacionalista» en las elecciones europeas, la formación que puede ser la voz del terrorismo en el Parlamento europeo. A cien metros de las flores que recuerdan el último paso en la vida de Ignacio Uría, y ninguno tuvo el detalle de pronunciar su nombre.

No estuvo Alfonso Sastre. El dramaturgo se esconde cuando el calor aprieta en su casa de Fuenterrabía, repleta de fotografías de su difunta esposa, Genoveva Forest, Eva, «Julen Aguirre», escritora y etarra, mala escritora y eficiente etarra, como demostró en el atentado de la calle del correo, el de la cafetería «Rolando», con decenas de muertos. También, entre libros, destaca alguna imagen de José Bergamín, el poeta madrileño y malagueño, el más flojito de su generación, combatiente de la República sin haber pisado el frente de guerra, atraído al final de su vida por la simbología siniestra de Batasuna y enterrado en una tierra que apenas conocía entre hachas y serpientes. Le cantaron el «Euzko Gudariak», el himno del «Soldado vasco», a él, precisamente a él, que lo más cerca que estuvo de las trincheras fue en los bares de la Gran Vía. Allí se refugia Alfonso Sastre cuando el sur recala, el calor aprieta y Otegui le sustituye para pedir el voto a los amantes de la sangre.

No se concentró una gran multitud en Azpeitia. Los desocupados eligieron las playas, aunque el agua del Cantábrico, a estas alturas de mayo, aún no está para bromas. Poca gente en Azpeitia, a cien metros de las flores que otros renuevan para no olvidar a Ignacio Uría. Se echó de menos a doce personas. No acudieron al mitin de Otegui porque están avergonzados. Esas doce personas no se refugian del calor en sus casas de Fuenterrabía. Viven en Madrid. Gracias a ellas, Otegui, Benegas, «Antxon» y compañía, pueden hacer campaña, y de conseguir los votos necesarios, representar al terrorismo en el Parlamento de Europa. Podrían haberse esforzado para ver en persona la consecuencia directa de su terrible error. A los doce miembros del Tribunal Constitucional se les echó de menos en Azpeitia, a cien metros del sitio de la muerte de Ignacio Uría.

La Razón - Opinión

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