La supresión del servicio militar obligatorio se hizo en España, como casi todo, tarde y mal. Era algo ineludible, pero debió producirse con otros modos y distintos ritmos. Hoy disponemos de una tropa profesional y, dicho sea de paso, sus cuadros de mando -jefes, oficiales y suboficiales- son los de más capacitación y mejor formación técnica e intelectual de los que ha dispuesto nuestro país a lo largo del tiempo. Sin olvidar el mérito y la gloria que la milicia le ha dado a la Nación en las muchas y difíciles peripecias en que la ha servido.
Una suerte de complejo antimilitarista, seguramente efecto de la dramática ley del péndulo que rige nuestra convivencia, se ha instalado en los usos y las costumbres. Nuestra pertenencia a la OTAN, junto con los pactos bilaterales con los EE.UU, alivian la responsabilidad gubernamental en materia de Defensa. Se olvida que nuestro flanco sur, el mayor problema estratégico nacional, no está suficientemente cubierto por esos tratados y que un Ejército bien dotado, equilibrado dentro de la dimensión económica y política del Estado, es tan indispensable como la Educación o la Justicia, algo de lo que tampoco disponemos en los niveles deseables y convenientes. Es tal nuestro desapego por los asuntos de Defensa que puede hablarse, sin consecuencias, de la supresión de la Infantería de Marina, la primera del mundo, que fundo nuestro Carlos I y que tuvo servidores tan notables como Miguel de Cervantes.
Ojalá que la celebración, en Santander, de un día de las Fuerzas Armadas invite a la reflexión colectiva y responsable que merece una institución que, por lo que llevamos visto, en los últimos tiempos no tiene suerte con los ministros/as que le tocan en el reparto.
ABC - Opinión
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