
Conviene no incurrir en demagogia para denunciar la ligereza con la que algunos parlamentarios se toman su labor legislativa y su pertenencia al órgano representativo de la soberanía popular más relevante. Hay diputados que por sus muchas obligaciones institucionales o por las propias de sus cargos, de indudable justificación -es el caso del presidente del Gobierno, de los ministros o del líder de la oposición, por ejemplo-, no pueden asistir a todos los plenos. También sería simplista y una injusticia recurrir al tópico de que los diputados son perezosos por sistema porque indudablemente no es así en la mayoría de los casos y su tarea supera con mucho la de pulsar un simple botón unas horas a la semana. Sin embargo, son precisamente los diputados, siempre muy quejosos con las críticas que reciben, los propios responsables de la imagen distorsionada que como colectivo transmiten a una ciudadanía con tendencia a generalizar y a simplificar su labor. Y poco o nada hacen los partidos políticos por lavar esa imagen y, sobre todo, por corregir con contundencia las conductas de diputados cuya reiterada ausencia de los Plenos se ha convertido en una costumbre de difícil explicación e imposible justificación. Quienes anteponen a una votación obligatoria actividades privadas surgidas precisamente en razón del escaño que ocupan, y por compatibles que resulten con su condición de diputados, transmiten tal sensación de desdoro a la institución que causan un efecto demoledor de desconfianza ciudadana hacia la clase política. Más aún si exige, como ahora en campaña, compromiso, fidelidad e ilusión a los votantes.
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