
Al cerrar por fuera el viejo portón has notado en tus entrañas el golpe seco de la madera vencida, y sabes que has bajado la persiana de una etapa que ya no volverá salvo en la bruma de la memoria con que alcances a evocarla. Nada hay tan común como la muerte de un ser querido pero en ese trance decisivo jamás sirve de nada la experiencia; no vale el esfuerzo intelectual, ni el consuelo moral, ni la misma certeza del desenlace. Al final estás solo delante de la maldita puerta que tendrás que cerrar con la melancolía de un expatriado mientras tu estómago te pega por dentro la patada brutal de la evidencia. Antes lo sabías, o lo intuías, pero ahora lo sientes con una certidumbre definitiva, irrevocable: la infancia no acaba cuando te haces adulto, sino cuando muere tu madre.
Así que has vuelto lentamente de la áspera anestesia de los recuerdos al presente que dejaste colgado en la percha del recibidor cuando la angustia te cogió de las solapas para lanzarte a su vértigo de soledades, y en los periódicos ya caducos de las últimas cuarenta y ocho horas has buscado la hoja ruta del retorno. No te será difícil: todo está igual que antes de tu periplo al fondo de la nostalgia. El mismo ritual fatuo de palabras sectarias, el escenario idéntico de una política inmóvil, la trivial logomaquia repetida de consignas estériles. Una breve, concisa cuenta mental te ha permitido calcular la diferencia: debe de haber quince mil parados más, y ni siquiera eso resulta ya una novedad para tener en cuenta.
ABC - Opinión
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