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Se atribuye su éxito a que se trata de un sustituto de la guerra. La Copa de Europa sería el sucedáneo incruento de las contiendas que los europeos libramos a lo largo de la historia. Eso hemos adelantado, aunque algo bélico le queda, al no faltar bajas en cada encuentro y ser frecuentes las refriegas en las gradas. Pues el fútbol no lo juegan sólo los 22 hombres en el campo, lo juegan también los miles de aficionados en el estadio, que participan en el encuentro, empujando la pelota con su aliento, celebrando las buenas jugadas de su equipo, silbando las buenas del contrario y abucheando al árbitro cuando no es bastante parcial para sus colores. Es el deporte más colectivo que existe, capaz de fundir a millones de personas en una camiseta, que visten orgullosamente aunque no hayan tocado un balón en la vida. Estamos ante el mayor creador de masa e inhibidor del individuo desde el nacimiento de la nación moderna, con la que a menudo se le identifica. Basta ver la pasión que provocan las selecciones nacionales y el afán de tener una por parte de quienes aspiran a ser Estado. En ese sentido, sí que puede decirse que el fútbol es bastante más que un deporte. Aunque esa carga político-social le impide sujetarse a la primera norma deportiva: el «fair play», el juego limpio, llenándole en cambio de odios, celos, amarguras, alegrías, irracionalidades, cultos a la personalidad, transformación temporal del carácter, éxtasis e incluso sadismos.
A nivel personal, es la válvula de escape de la frustración que acumula el individuo anónimo en el taller, la oficina, el coche, la calle, en su misma casa, a la que da rienda suelta durante el partido y se convierte en lejano sucedáneo del éxtasis sexual, mientras el locutor clama «¡Gooooooool!» de su equipo.
Todo eso es el fútbol. Pero todo eso no puede borrar la realidad. Goles y victorias pueden hacer olvidar por unas horas crisis y problemas. Pero problemas y crisis siguen ahí, esperándonos. Ahora bien, del mismo modo que los duelos con pan son menos, las crisis son más llevaderas con las victorias de nuestro equipo. Sobre todo cuando esa victoria ha sido limpia, hermosa, merecida, aunque al «hincha» le basta la obtenida por un penalti injusto en los minutos de descuento. No fue así la del Barcelona en Roma. Dio una lección de cómo se juega con los pies y la cabeza, individual y conjuntadamente, con alegría y belleza, con paciencia e inspiración, con creatividad y disciplina, con humildad y orgullo. Sólo me queda felicitarles y darles las gracias por la hora y media que me hicieron disfrutar y olvidarme de la campaña electoral.
ABC - Opinión
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