miércoles, 29 de abril de 2009

EL NOMBRE DE LA COSA. Por Ignacio Camacho

QUE le cambien el nombre. Ya. Inmediatamente. Si la vacuna va a tardar tres o cuatro meses en inmunizar nuestros cuerpos, resulta urgente, perentorio, blindar al menos nuestra dignidad. No es decoroso morirse de gripe porcina. En un mundo disfrazado de eufemismos hasta el extremo del ridículo nadie merece el apóstrofe de una plaga nominalmente degradante. Ya es suficiente calamidad contraerla para que, además del aislamiento social y físico, los enfermos sufran el estigma de una denominación ignominiosa. El pudor colectivo que aún se resiste a hablar del cáncer e impone el circunloquio de la «larga y penosa enfermedad» exige que se levante un cierto velo de sensibilidad en torno a los afectados por la epidemia. Una tarea que, por cierto, se antoja bastante más fácil que controlarla.

De momento, el empeño parece reducido a sacudirse literalmente el muerto. La OMS está empezando a mencionarla como «gripe americana», mientras los estadounidenses, tan expertos en el arte perifrástico del disimulo conceptual, han desplazado hacia los mexicanos la denominación de origen. Y en México, después de unas semanas de ninguneo que acaso hayan resultado cruciales en la expansión del mal -los viajeros recientes se sorprenden del silencio inicial que reinaba en el foco de la crisis vírica-, han optado por referirse simplemente a la «influenza», palabra de eco más retórico, o al menos más ambiguo. Los españoles llevamos un siglo arrastrando el vestigio histórico de una pandemia que sembró de muertos el planeta: la gripe española de 1918. Si vamos a enfrentarnos a una hecatombe similar, deberíamos tener el derecho a elegir siquiera el nombre de nuestro asesino.

La peste porcina afecta en exclusiva a la cabaña ganadera, por lo que identificarla con este virus que nos acecha supone una renuncia moral a la condición humana.

Para colmo, algunos medios han dado en hablar de la «peste porcina». Peste suena medieval, atávico, premoderno; en el mejor de los casos, a agonía camusiana, alegoría de la resistencia frente a la opresión, pero el adjetivo infama sin paliativos cualquier pretensión honorable. Además, es inexacto: la peste porcina afecta en exclusiva a la cabaña ganadera, por lo que identificarla con este virus que nos acecha supone una renuncia moral a la condición humana.

Parecerá una cuestión baladí, pero el propio Camus nos enseñó que a la catástrofe sólo se le puede hacer frente desde la dignidad. Y ya que a la medicina le ha pillado a contrapié este inesperado enemigo invisible, que viene a mostrar lo vulnerables que aún somos en nuestro presunto progreso, no dimitamos de la autoestima de la especie. Como enseñó el viejo nominalismo escolástico, hay que encontrar una palabra, un término, una expresión que salvaguarde nuestra esencia metafísica. El nombre de la cosa. Una especie de testamento vital para, llegado el caso de una fatalidad irremediable, morir como personas y no como gorrinos.

ABC - Opinión

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