
Turquía, miembro clave de la OTAN como puente entre Europa y Asia, es política y militarmente un aliado decisivo para EE UU, con influencia en Oriente Próximo y el sur del Cáucaso. Interlocutor privilegiado de Washington en los más importantes conflictos abiertos con el mundo islámico, desde los palestinos, hasta Irak y Afganistán, el Gobierno del conservador Erdogan desempeña un discreto papel mediador entre Israel y Siria, tiene hilo directo con Hamás o Sudán y lleva valiosos recados a Irán, régimen con el que Obama quiere el deshielo y al que los aliados occidentales acaban de invitar de nuevo a dialogar sobre sus ambiciones nucleares. Pero a la vez que Turquía dispone de algunos de los canales de comunicación de los que EE UU carece en la región, es también uno de los países del mundo más consistentemente antiamericanos. Esta militancia popular, acusada exponencialmente en la presidencia de George W. Bush, carga más de significado el conciliador mensaje de Obama desde la atalaya turca.
A cambio de lo mucho que EE UU espera de Turquía, Obama probablemente esté dispuesto a olvidar su promesa electoral de impulsar en el Congreso la calificación de "genocidio" para las matanzas turcas de armenios en 1915, ahora que ambos enemigos históricos parecen a punto de concluir un acuerdo de relaciones diplomáticas mediado por Suiza. Como anticipo a cuenta de la estrecha alianza que Washington quiere potenciar, Obama ha urgido a la Unión Europea para que acoja las aspiraciones de integración turcas, en un momento en que hay evidentes signos de distanciamiento entre Ankara y Bruselas. Coinciden en ello un claro e inquietante enfriamiento del otrora fervor prodemocrático y reformista de Erdogan y el fortalecimiento de los puntos de vista francés y alemán sobre la conveniencia de dar tiempo al tiempo.
El País - Editorial
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