
Quede claro que Ana de Inglaterra, su madre -¡por supuesto!- y cualquier otro miembro de tan respetable familia tiene todo el derecho a visitar Gibraltar. Lo adquirieron con el Tratado de Utrecht. Lo que señalo es que, siendo el Peñón un punto de discordia entre las dos grandes naciones de la Europa más occidental, la visita resulta inelegante. No se debe, parece plebeyo, mentar la soga en casa del ahorcado. A mayor abundamiento, como para evitar la hipótesis de pasar inadvertida, la princesa vestía para la ocasión un atuendo en amarillo huevo y azul eléctrico capaz de dañar una retina sensible. Y por si eso fuera poco Ana llevaba un sombrerito, a juego con el abrigo, que, salvo por los colores, resultaba idéntico del que utilizan los conocidos Beefeaters, los guardianes ceremoniales de la Torre de Londres.
La octogenaria Isabel II empieza a acusar ya la fatiga de los materiales y, además, su actual primer ministro, Gordon Brown, desmerece mucho de sus predecesores; pero alguien debiera estar atento para evitar gestos tan desafortunados e innecesarios como el que Ana de Inglaterra protagoniza en estos sus días gibraltareños. Algo que cursa con menos ruido del debido en razón de que, según parece, nuestro Ministerio de Exteriores sólo existe a fin de mes, cuando Miguel Ángel Moratinos y su equipo de pensamientos vacuos y decisiones incógnitas cobran la nómina. También podría ser que, con su visita a Gibraltar, paraíso de contrabandistas y blanqueadores de capital, la princesa cumpla penitencia por alguno de sus pecados...
ABC - Opinión
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