
Por eso a Zapatero le cuesta tanto celebrar el resultado del 1 de marzo; simplemente, no ha sido el que esperaba ni el que deseaba. Los números electorales le obligan a depender del aliado que más le desagrada, el PP, al que nunca ha considerado otra cosa que un adversario. Hace ocho años tumbó a Redondo Terreros por sumarse a una operación «frentista» contra el nacionalismo, como si no fuese frentismo lo que el PNV ha venido haciendo para gobernar contra la mitad de los vascos, aliándose con soberanistas, independentistas y hasta filoterroristas; y ahora es el propio López -el verdugo de un Nico al que siempre le tendrán que agradecer su lealtad para restañar heridas sin desangrarse en el resentimiento- quien necesita los odiados votos de la derecha para subir al poder. Si el presidente pudiese obedecer a sus tripas obligaría a sacrificarse a Patxi para apuntalar con el PNV la mayoría en el Congreso de los Diputados, pero está preso de su discurso triunfalista; vendió el desalojo de Ibarretxe y va a tener que cumplir su palabra bebiendo la cicuta del respaldo popular. Quizás incluso a cambio de nada; sólo de que haga lo que en el fondo no desea hacer.
A Mariano Rajoy y a su pretoriano Basagoiti les toca graduar la intensidad del veneno que se tiene que beber Zapatero, que va a hacer todo lo posible por compartir al menos el desagradable bebedizo. Es una tarea de ajuste fino, casi homeopático, de la que depende acaso la duración misma de la legislatura. Pueden hacer cualquier cosa menos envenenarse ellos mismos.
ABC - Opinión
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