lunes, 9 de marzo de 2009

La Becaria. Por Gabriel Albiac

«VIVE deprisa, muere joven, deja un bello cadáver».
Nadie piense que la boutade es una de tantas cuantas el culto por el fogonazo verbal cristalizó en el siglo XX. Es vieja esa percepción que en el paso del tiempo ve el acoso de lo demoníaco: el mal. Tan vieja como para dar pie al primero de los hallazgos líricos de la poesía griega. Teognis de Mégara. Hace dos mil seiscientos años. En la bella traducción de Carlos García Gual:

«De todas las cosas la mejor es no haber nacido
ni ver como humano los rayos fugaces del sol,
y una vez nacido cruzar cuanto antes las puertas del Hades,
y yacer bajo una espesa capa de tierra tumbado».

Añoramos al joven aquel que llevó nuestro nombre y en el cual ya no nos reconocemos, como una metafórica constancia de lo fatal. No regresaremos. Nunca. La dura impiedad del tiempo nos arrastra. Indiferente matemática de lo efímero. Quevedo da constancia de ese vértigo «que a la muerte me lleva despeñado». Elogiar la juventud -al fin, la fase más estúpida de nuestras vidas, si excluimos la infancia, que de vida sólo tiene el nombre-, elogiar los años del vigor y la ignorancia es proclamar en elipsis nuestro miedo al despeñadero quevediano.

Viernes. Con el tiempo acogotándome y sin resuello, llego, igual que cada semana, al estudio de Dieter Brandau. De su banda de gamberros brillantísimos en Libertad Digital TV he aprendido más -e infinitamente más me he divertido- que en los ya veinte años que llevo surfeando esto del periodismo. Hasta les he cogido cierto respeto a mis odiados televisores. «Fíjate en la mano izquierda de De la Vega», me dice cuando, para desesperación de la maquilladora, me siento, ya sin tiempo, ante la mesa con la calva sin empolvar del todo. Pero no hace falta la advertencia. Una flecha sobre la pantalla indica al espectador lo que está sucediendo. Alguien ha preguntado a la dicen que ministra Aído sobre la dudosa constitucionalidad de que una menor pueda someterse a operación quirúrgica (de extracción de feto o de lo que sea) sin conocimiento ni autorización paternos. No concede ni un segundo la Doña a su becaria. Con el benévolo despotismo de una madre en curso de imponer recta disciplina a su más bien corta criatura, la señora De la Vega señala, autoritaria y sonriente, a Aído cuál es el párrafo de sus folios mecanografiados con el cual debe imponer silencio a la indiscreta periodista. La ministra becaria, obediente, lo lee. Bien que mal, pero lo lee. El rictus sonriente de la madre benévola se distiende. Y un gesto de tierna placidez nimba el rostro de doña María Teresa.

Muchas naderías ofensivas he escuchado este fin de semana a costa de esa cosa humillante que es la «discriminación positiva» como punto gravitacional de la mas reaccionaria de las ideologías contemporáneas: esta regresión hacia la genitalización del pensamiento, el feminismo. De todas, no he visto, leído, ni escuchado ninguna que ni de lejos se aproxime en humillación al maternal gesto de la Vicepresidenta hacia su becaria. En otros tiempos, la así disciplinada ante las cámaras le hubiera soltado un solemne guantazo a su insolente madre vicaria. Material o verbal, da lo mismo. Pero guantazo. En otros tiempos. Cuando eran las retóricas aquellas de que rebelarse es justo las que imponían su gozosa lógica. ¿Arbitraria? Puede. Pero, sin duda, más divertida que esta cataplasma verbal de ahora: coge el sueldo de ministro y traga. Lo que sea. La vida es dura. Digiere tu arrogancia. También tú serás vieja como quien ahora te impone este ridículo. Ni deprisa, ni joven, ni cadáver bello. ¡Jubilación máxima! ¡Y que le den a Teognis!

ABC - Opinión

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