
Es posible que la Casa de Alba le deba más cuota de su gloria mundial y de su mítica leyenda a la duquesa retratada por Goya que a su tercer duque, Fernando Álvarez de Toledo, el que mandó el ejército de Carlos V en la batalla de Mülberg y, como virrey de Nápoles, expulsó a los franceses de Italia y se impuso al Papa Paulo IV. El que fue terror de Flandes y Portugal. Una imagen, que no necesariamente vale más que mil palabras, tiene más fuerza y proyección que un millón de guerras y, más todavía, si la imagen consigue establecerse como una de las más notables entre las dos o tres docenas de iconos pictóricos incuestionables en la Historia del Arte.
A Sáenz de Santamaría le han fotografiado a mitad de camino entre el negligé y la gala. Y, ¿qué? Si en estas páginas la hubiera dibujado Antonio Mingote -¡felicidades, maestro!- ya estaría en la inmortalidad gráfica, pero todo eso no deja de ser cuestión menor y cotilleo para un mundillo, demasiado promiscuo, en el que el periodismo y la política, a falta de mayores y más enjundiosos asuntos, se entretienen con chascarrillos. Muy lejos de todos nosotros la tentación de abordar la actualidad, de frente y por derecho, en sus epígrafes trascendentes y graves. Va contra lo políticamente correcto en un mundo simbiótico y, por ello mismo, neutralizado.
A Sáenz de Santamaría le falta aún lo que le permitió a Chesley «Sully» Sulenberger salvar la vida de los 155 ocupantes del Airbús que pilotaba: experiencia. Pero aquí la juventud cotiza al alza y la veteranía, quizá por el rencor al pasado que impulsa el zapaterismo, no conlleva mérito. Aun así, basta compararla con su antecesor en el cargo y la función, el hoy telefónico Eduardo Zaplana, para advertir que no es un personaje menor ni hueco. El hábito no hace al monje y, mucho menos, el disfraz de los domingos. Un toque de vanidad es como una gotita de perfume, no le hace daño a nadie y satisface a quien se lo aplica.
ABC - Opinión
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