sábado, 6 de diciembre de 2008

España apesta a años ochenta. Por Arcadi Espada

Querido J:

Llevo una vida modesta, pero de gran finura. La mesa de trabajo está limpia y ordenada. Escribo con una máquina silenciosa y de notable sofisticación y en la pantalla del escritorio, siempre recién barrida, da vueltas lentísimas la bola de la tierra. Vivo en un piso alto, escribo con vistas a la montaña y el cielo, que domina la vista, proporciona al paso del tiempo una agradable monotonía.

Hace poco logré comprarme un iPhone blanco que me ha devuelto una antigua y perdida relación con los objetos. Cuando salgo lo llevo en el bolsillo y me gusta apretarlo contra mi mano: es raro el día que no le pase la gamucilla negra al cristal hasta dejarlo brillante y sin huellas. Trabajo muchas horas diarias. La mayoría las paso en soledad, aunque atiendo conversaciones internáuticas que la alivian. Cada día descubro en la red maravillas sorprendentes.


A veces es sólo lenguaje, maneras de hacer las cosas; otras son puramente cosas. Alguno de esos descubrimientos incluso me conmueven: no comprendo bien a los que se emocionan con el tacto del papel impreso y no aprecian la belleza sentimental de una animación flash. Es indiscutible que la tecnología, su seguridad, su limpieza, me tranquiliza.

Pero está claro, también, que la tecnología me permite vivir en otra parte.

Por desgracia, está la otra parte. El mundo analógico.

Es obligatorio.

Te confesaré que para mí se ha convertido en algo así como los sótanos del Vaticano o las alcantarillas de París.

Pero no hay más remedio que bajar a esa letrina.

A veces ese mundo irrumpe violentamente, con su aliento maldormido y su grosera exigencia de que se la atienda.

El último jueves, y este periódico donde te echo las cartas.

La portada sobre el asesinato de Ignacio Uría. Su eje era un foto de Mitxi, mostrando la partida de cartas, el tute subastao, de los compañeros del asesinado. Por arriba había otra foto más: las asistencias tratando de reanimar al cadáver, bajo el dosel de paraguas habitual en los crímenes vascos. Todo estaba admirablemente roto en esa portada. Hasta la sintaxis.

El titular principal decía: «ETA asesina a un empresario en un pueblo que gobierna», y esa interrupción del titular, esa boca abierta donde faltaba el aire se resolvía luego, de insólita manera, en otro titular al fondo de la página ¡que comenzaba con puntos suspensivos!, «... pero la partida continúa.» Tute y matute: ésa era la retórica tremenda, siniestra y vulgar a lo Queipo de Llano, del hecho y su representación.

La foto de Mitxi ya está inserta para siempre en un tema clásico. Es decir, Caravaggio, La Tour, Ter Borch, Chardin, Meissonier, Cézanne, Toulouse, Bonnard, Nogués, Balthus, Coolidge.... y Mitxi.

Esto no es en absoluto una exageración. Sólo que a diferencia de los pintores, Mitxi ha de repartirse el mérito con los jugadores y con los asesinos. Destaca de la foto su aire rural y macilento. Es un rasgo muy interesante. Como, gracias a los crímenes, el País Vasco aparece con relativa frecuencia en los noticiarios internacionales estos dos adjetivos no suelen apreciarse. El crimen siempre da toques de modernidad (¿recuerdas a Txapote, aquel terrorista tan cool?) y cosmopolitismo. Engrandece y ennoblece, y es realista enfocar el tapete, al jersey y a ese olor de café con leche seco.

Todos los integrantes de la partida de cartas universal que empieza en Caravaggio han sido diseccionados. Hasta el punto de que sería hermoso escribir un Diccionario de los Jugadores de Cartas. También se insertaría en la tradición que cada uno de los personajes del Bar Kiruri rompiera a hablar. Es una operación que ya no puede hacer el periodismo, excepto si se le traiciona convirtiendo a personas reales en arquetipos.

En el periodismo cada uno de los jugadores sólo puede hablar por sí mismo.
De ahí que el periódico haya hecho bien en no titular: «La indiferencia de Euskadi».

Pero la operación simbólica sí pueden acometerla otros géneros literarios. Para empezar habría que recuperar una frase de Santiago Navajas en su blog, tan bueno, Cine y Política: «La cuadrilla de Azpeitia intenta mirar a todos lados menos al que debieran». Así podría abrirse el telón. Lo que debiera venir es la obra sobre el terrorismo español que no está escrita, incrustada a presión en una partida de cartas. Si Fernando Savater no la escribe, lo haré yo. Y que la copie luego Juan Mayorga. Te adelanto que mis preferencias van sobre dos figuras: el que viste de negro y parece observar el juego con la altivez del especialista; y el que sustituyó al empresario asesinado: tiene un interesante rostro de humildad (¡ya no hablo de hombres, sino de tipos: recuerda!), como juzgando excesivo el honor que le ha procurado la vida.

El máximo valor de esa obra maestra del periodismo es, de todos modos, su imprecisión temporal. Nada en el encuadre permite asegurar que fue hecha en el año 2008. La foto cabe en cualquiera de los hipnóticos vídeos de Victoria Prego. Ocurrió hace mucho tiempo. Y ése es su máximo y desmoralizante valor. El tiempo en el País Vasco no sigue el cómputo general. Cómputo. ¿A qué viene ahora esa palabra, que no sea al famoso fragmento del Leviatan hobbesiano que cita el libro de Michael Shermer que estoy leyendo y que describe los lugares sin Estado: «No hay cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad, sino, lo que es peor, miedo permanente y peligro de muerte violenta, y la vida del hombre es solitaria, pobre, sucia, brutal y breve.» Otro cómputo del tiempo. En el País Vasco el tiempo que el hombre común conoce sólo rige para los muertos.

No sólo estaba esa foto en el periódico.

La sección de España se partía en una doble página, también inolvidable. Fraga y Carrillo se escupían a la cara Paracuellos. En la Universidad, para insultar a un hombre le llamaban fascista. Y otro decía que los de derechas eran tontos de los cojones. La doble página. El tute de Azpeitia. Unas imágenes fugaces que había visto del lugar del crimen: lluvia, solares, baldíos y un chirrido de ambulancia. Azpeitia. ¿Cómo nadie ha hecho aún un google maps con su street view vasco de sangre? Todo eso son años ochenta. Los años más siniestros, cutres y patéticos de la reciente vida española. Unos años trazados con pata de elefante.

Por si el tormento analógico fuera poco he tenido que salir de casa estas últimas semanas. Y lo que es peor, adentrarme en el repugnante centro de Barcelona. Puedo decirte que las cosas han vuelto también a los ochenta. La crisis. Sólo falta que vuelvan a abrir el Drugstore del fondo de las Ramblas y ya estará formalizada la sede social de los asesinos. Por de pronto el aspecto que ofrece a cualquier hora el vestíbulo circular del metro, en la plaza de Cataluña, es un alucinante y continuo festejo del Buñuel que amaba a los tullidos y de aquella Barcelona donde tanto se reían sus burgueses haciendo explotar los granos de pus. Hombres y mujeres viven y duermen allí sobre mantas y cartones, despojados de todo, incluyendo sus prótesis con calcetines, y aireando sus muñones al sol como si fuera lunes. Hacia el crepúsculo suelen bajar al vestíbulo un grupo de viejecitos que cantan boleros y otras canciones tristes; y lo que es mucho peor, a bailarlas: me perdonarás mis caprichos, pero no soporto ver bailar a los viejos. Hemos perdido, incluso; en los ochenta tenían al menos la Bodega Bohemia, con aquella rapsoda que no siendo ni tu novio, ni tu hermano, ni tu amante, soy el que más te ha querío y con eso, con eso tengo bastante.

España apesta a ochentas. Pero, prieto a mi iPhone, animalito, me digo que es solo una ilusión. Que el hedor pertenece a la vida virtual auténtica, tan inhumana.

Sigue con salud.

A.

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