sábado, 22 de noviembre de 2008

Los fascistas llevan corbata. Por Arturo Pérez Reverte

Cuando digo que este país es una mierda, algún lector elemental y patriotero se rebota. Hoy tengo intención de decirlo de nuevo, así que vayan preparando sellos. Encima hago doblete, pues voy a implicar otra vez a Javier Marías, que tras haberse comido el marrón de mis feminatas cabreadas, acusado de machista –¿acaso no se mata a los caballos?–, va a comerse también, me temo, la etiqueta de xenófobo y racista. Y es que, con amigos como yo, el rey de Redonda no necesita enemigos.

Madrid, jueves. Noche agradable, que invita al paseo. Encorbatados y razonablemente elegantes, pues venimos de la Real Academia Española, Javier y yo intentamos convencer al profesor Rico –el de la edición anotada y definitiva del Quijote– de que el hotel donde se aloja es un picadero gay. Lo hacemos con tan persuasiva seriedad que por un momento casi lo conseguimos; pero el exceso de coña hace que, al cabo, Paco Rico descorne la flor y nos mande a hacer puñetas. Que os den, dice. Y se mete en el hotel. Seguimos camino Javier y yo, risueños y cargados con bolsas llenas de libros. Bolsas grandes, azules, con el emblema de la RAE. Cada uno de nosotros lleva una en cada mano. Así cruzamos la parte alta de la calle Carretas, camino de la Plaza Mayor.

Imaginen –visualicen, como se dice ahora– la escena. Capital de España. Dos señores académicos con chaqueta y corbata, cargados con libros, hablando de sus cosas. Del pretérito pluscuamperfecto, por ejemplo. En ese momento pasamos junto a dos individuos con cara de indios que esperan el autobús. Inmigrantes hispanoamericanos. Uno de ellos, clavado a Evo Morales, tiene en las manos un vaso de plástico, y yo apostaría el brazo incorrupto de don Ramón Menéndez Pidal a que lo que hay dentro no es agua. En ésas, cuando pasamos a su altura, el apache del vaso, con talante agresivo y muy mala leche, nos grita: «¡Abajo el Pepé!… ¡Abajo el Pepé!». Y cuando, estupefactos, nos volvemos a mirarlo, añade, casi escupiendo: «¡Cabrones!».

Me paro instintivamente. No doy crédito. «¡Pepé, cabrones!», repite el indio guaraní, o de donde sea, con odio indescriptible. Durante tres segundos observo su cara desencajada, considerando la posibilidad de dejar las bolsas en el suelo y tirarle un viaje. Compréndanme: viejos reflejos de otros tiempos. Pero el sentido común y los años terminan por hacerte asquerosamente razonable. Tengo cincuenta y siete tacos de almanaque, concluyo, voy vestido con traje y corbata y llevo zapatos con suela lisa de material. Mis posibilidades callejeras frente a un sioux de menos de cuarenta son relativas, a no ser que yo madrugue mucho o Caballo Loco vaya muy mamado. Sin contar posibles navajas, que alguno es dado a ello. Además tiene un colega, aunque nosotros somos dos. Podría, quizás, endiñarle al subnormal con las llaves en el careto y luego ver qué pasa con el otro; pero acabara la cosa como acabara –seguramente, mal para Marías y para mí–, incluso en el mejor de los casos, con todo a favor, hay cosas que ya no pueden hacerse. No aquí, desde luego. No en este país miserable. Imaginen los titulares de los periódicos al día siguiente: «El chulo de Pérez-Reverte y el macarra de Marías se dan de hostias en la calle con unos inmigrantes». «Xenofobia en la RAE.» «Dos prepotentes académicos racistas, machistas y fascistas apalean salvajemente a dos inmigrantes.» Aunque aún podría ser peor, claro: «Marías y Reverte, apaleados, apuñalados e incluso sodomizados por dos indefensos inmigrantes».

Marías parece compartir tales conclusiones, pues sigue caminando. A envainársela tocan. Lo alcanzo, resignado, y llegamos a la Plaza Mayor rumiando el asunto. «Es curioso –dice pensativo–. A mí tío, republicano de toda la vida, lo insultaban por la calle, durante la República, por llevar corbata.» Yo voy callado, tragándome aún la adrenalina. Quién va a respetar nada en esta España de mierda, me digo. Cualquier analfabeto que llegue y vea el panorama, que oiga a los políticos arrojarse basura unos a otros, que observe la facilidad con la que aquí se calumnia, se apalea, se atizan rencores sociales e históricos, tiene a la fuerza que contagiarse del ambiente. Del discurso bárbaro y elemental que sustituye a todo razonamiento inteligente. De la demagogia infame, la ruindad, el oportunismo y la mala índole de la vil gentuza que nos gobierna y nos envenena. Ésta es casa franca, donde todo vale. Donde todos tenemos derecho a todo. Cualquier recién llegado aprende en seguida que tiene garantizada la impunidad absoluta. Y pobre de quien le llame la atención, o le ponga la mano encima. O tan siquiera se defienda.

Así que ya saben, señoras y caballeros. Ojito con las corbatas y con todo lo demás cuando salgan de la RAE, o de donde salgan. Nos esperan años interesantes. Tiempos de gloria.

XL semanal

1 comentarios:

Unknown dijo...

Hace unos días las cervicales me llevaron a la consulta de mi médico de cabecera, el doctor G pongámosle. Allí encontré a los de siempre quejándose de los achaques de siempre y que venían a buscar las recetas de siempre. Me tocó después las tres Marías, quienes a pesar de sus pocas obligaciones tenían mucha prisa.

Aún no sé cómo el doctor G se las apañó para sacar el tema y joderme con el asunto de mi sobrepeso y un montón de enfermedades vasculares asociadas, pero el hecho es que lo hizo. Quizá porque él estaba orgulloso de su cuerpo y del régimen que estaba haciendo, pues presumía de haber perdido un buen puñado de kilos quitándose bocados de la boca. El caso es que el tío, que es tan bruto como espartano, me recetó lo siguiente: -Cuando llegues a casa te pones en pelotas, te colocas delante del espejo, te miras bien y dices: estoy hecho un cerdo. Verás como comes menos-. Intenté soltar la mía, pero cuando el doctor G receta algo hay que tragárselo a palo seco, porque es como el Chuck Norris de los médicos. Y si primero hizo el diagnóstico, que no fue lupus ni enfermedad autoinmune, luego, todo chulo, me ofreció otro remedio para el sobrepeso: -Si no te funciona lo del espejo, pues comes como Gandhi, un puñado de arroz que te quepa en la palma de la mano. Mira qué delgado estaba el indio-. Claro, a eso sólo pude achantar la mui, que es por donde te entra el hartón y las bofetadas. Porque con el doctor G, más vale callarte y parecer gilipollas que hablar y despejar las dudas.

Y me refería al hecho de la desnudez porque ayer mismo fui al gimnasio, sauna y jacuzzi es lo que suelo hacer. Últimamente el único hierro que muevo es el que ingiero a base de potajes de lentejas. Me metí en la sauna filandesa. Al poco rato entre el vapor divisé un sujeto en pie sobre el único escalón, en posición de firmes. Tenía el bañador a medio bajar, el cabrón, con su palmo de cipote colgando como un bastión. ¿Qué coño hacía con el bañador bajado? me pregunté. ¿Una ofrenda a Sodoma? Porque a la sauna, o entras desnudo como hace alguna gente, o con bañador, como hace otra tanta. A mí me la suda tanto lo uno como lo otro. Pero juro que da su cosa entrar a la sauna y encontrarte a un tío con el bañador por las rodillas y la méntula al aire haciendo gala de su calibre de maestro armero. A mí eso sólo hizo que mosquearme, y ni averigüé si pretendía decirme algo o enviarme algún mensaje. El hecho es que no entré en la competición, si es que era esa la cuestión, porque yo no entiendo.

Yo creía que iba a un club deportivo frecuentado por gente decente y que eso del apego al calorcito de la sauna ya había pasado a la historia, pero me doy cuenta de que no, que hay tantas formas de salir del armario como de entrar en las saunas para cocerse los cojones. Pero manda leches que un guarro es un guarro sea cual sea su orientación sexual. Por mí, que le den a aquel mamón con dos piedras.

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