sábado, 18 de noviembre de 2006

Los intelectuales y la verdad objetiva, por Arcadi Espada

Entre los insultos más llamativos que recibió el grupo de ciudadanos que presentó en junio de 2004 el manifiesto Por un nuevo partido político en Cataluña figuró en lugar destacado el de «intelectuales». El insulto tenía un campo semántico bastante amplio. El inmediato, y más alegre, popular y sarcástico, era: «Mira éstos, se creen intelectuales». Éste es el sentido que suele darle una clase específica de acomplejados, para los que toda encarnación de un intelectual es una estafa. Gentes que observan al intelectual ideal como un tótem inalcanzable, sin pararse a pensar que intelectuales, como barberos, hay de muchos tipos: buenos, malos, trabajadores o perezosos, ignorantes y alfabetizados.

Otros, sin renunciar a que la palabra mantuviera su inequívoco sentido de expulsión, la utilizaban de modo algo distinto. Al llamarnos «intelectuales» estaban diciendo: «¿Qué hacéis vosotros metidos en la política?». Si no es porque los tiempos son poco propicios, habrían añadido: «En la política, que es cosa de hombres». Ese interés de dejar el asunto de la política en manos de profesionales, siempre viriles, llevaba aparejado a veces un conmovedor y sospechoso instinto de protección: la política es fea y sucia, no te metas. Muchos de los que decían esto eran políticos, y éste es el alto concepto que demostraban tener de su oficio. Sin duda, experiencias muy intensas les habrían llevado a hablar así.

En mi estricto caso personal, los reproches añadían una particularidad: «¿Cómo es posible que un periodista tome partido?». O bien utilizaban ese verbo, cuyo uso en este contexto, tanto me conmueve: «¿Cómo es posible que un periodista se signifique?». Y el ajuste de cuentas final: «¿Quién va a creerle en su trabajo?».

Me permitirán que me detenga en este asunto. Evocando, primero, el compromiso de un periodista, de un maestro. La semana pasada hizo 70 años que Manuel Chaves Nogales, el director del Ahora republicano, el íntimo colaborador de Azaña, abandonaba Madrid camino de Valencia, primera etapa de su exilio. Fue, mientras vivió, un periodista significado. Y, como cuenta en el excelente y visionario prólogo de A sangre y fuego, se expatrió cuando se dio cuenta de que, en manos del general Franco, sólo podía ser «un abisinio desteñido» y en manos de los bolcheviques, «un kirgui de Occidente».

Irrumpe el recuerdo de Chaves Nogales frente a los inquisidores porque su compromiso no le impidió ser el periodista más moderno de España y el menos partidista. Y por algo más, que está en la raíz del proyecto de Ciutadans y de lo que da cuenta en el citado prólogo, cuando evocando la suerte de todos los residuos de Humanidad, exiliados de las dictaduras de Europa, que se congregan en el hotelito del arrabal parisién donde vive, precisa su intención mayor: «Me esfuerzo por mantener una ciudadanía española, puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme». La hora trágica de Chaves Nogales y nuestra hora relajada son obviamente incomparables. Pero las amenazas nacionalistas contra esa ciudadanía española (ciudadanía: ni nacionalismo ni patriotismo siquiera; ciudadanía) y esa opción moral y política por la tercera España que Chaves reivindicó siempre (y que Victoria Prego recuperó en un artículo reciente para describir la intención profunda de Ciutadans) están vinculadas íntimamente con nuestro proyecto.

He dicho que Chaves Nogales era un periodista impetuosamente moderno. Lo era por muchas razones que no caben aquí. Entre las principales estaba su sólida convicción en la posibilidad de la verdad. Algo que desprecian los que ironizan sobre el compromiso del intelectual y en particular del periodista. Todos esos reproches parten de una creencia desmoralizadora, y que forma parte del pensamiento hoy hegemónico en nuestro oficio, al menos en España: la creencia de que los hechos no pueden narrarse con independencia de las convicciones. Es decir, la creencia de que la objetividad no existe y de que la verdad narrada es inexorablemente relativa. Sin objetividad «no hay ciencia ni técnica ni gobierno competente», para decirlo en palabras de Mario Bunge. Pero al parecer sí hay periodismo. Se comprende. Porque los periodistas alfabetizados (más o menos) en la sentencia de que la verdad es una ilusión no insistirán demasiado en ir a buscarla, lo que es una condición muy necesaria para el cómodo buen gobierno de los periódicos y las naciones. La verdad como asunto relativo es además la robusta base teorética del periodismo de declaraciones, ese crecido pleonasmo de nuestro tiempo.

Dado que las convicciones son incompatibles con el oficio, el periodista solicitado es el de tabla rasa. La tradición novelística o cinematográfica los quería cínicos. Hoy no deben pasar de la indolencia. La falta de convicciones es hoy (aunque quizá haya sido así siempre) el camino más corto para prosperar en el oficio. De ahí que cunda la alarma cuando algún periodista se presenta con algún libro de convicciones (incluso con algún libro a secas) bajo el brazo. Es entonces cuando se rescata toda la pachanga abominable del oficio. «¡El compromiso es incompatible con el arte!», dicen, en resumen, los artistas. Pero entre todas las convicciones éticas o estéticas que traiga el extraño bajo su brazo las únicas que realmente preocupan a los artistas puros son aquéllas que puedan desembocar en la convicción fatal: que la verdad existe y que, trabajando, puede encontrarse.

Porque por más que se viva, esto no debe olvidarse nunca: el legendario cinismo de los periodistas, su convencimiento de que el mal y el bien son indistinguibles, que todas las opiniones valen lo mismo y que la razón se halla en un lugar equidistante entre dos puntos, se fundamentan no en un corazón transido por el Mal sino en una panza en la digestión permanente del Bien. ¡Qué duda cabe que la gran hora del periodismo ha sido siempre la sobremesa!

Pero volvamos al intelectual. Al intelectual ideal, extramuros del compromiso político. Al intelectual como florecilla. Hay muchos ejemplos, desde Heidegger hasta Azaña, para considerar que el invernadero es su lugar en el mundo: pero también hay electricistas que han dado mal resultado en política. Es evidente que si algunas intervenciones de los intelectuales en la política han podido ser nefastas, tampoco su ausencia ha mejorado algunos tiempos difíciles. Habermas, por ejemplo, achacaba el florecimiento de los mitos y el debilitamiento de la política democrática a la deserción de los intelectuales alemanes. Así lo explica Mark Lilla en Pensadores temerarios: «Desde principios del siglo XIX se habían habituado a retirarse de la política por principio y a recluirse en un mítico mundo intelectual gobernado por diversas fantasías sobre nuevas Hélades o paganos bosques teutones. En opinión de Habermas sólo descendiendo de las montañas mágicas de la ciencia y de la cultura hacia las tierras llanas del discurso político de la democracia los intelectuales alemanes podrían haber ayudado en la reconstrucción del espacio público que Alemania necesitaba desde el punto de vista cultural y político».

Hay en este pasaje un concepto clave: la reconstrucción del espacio público. El empeño estuvo desde el principio en el ánimo de los 15 firmantes del Manifiesto y debería caracterizar cualquier forma de hacer política en Cataluña. Porque el espacio público catalán, controlado por el nacionalismo desde principios de la década de los 80, es un ejemplo, ya casi canónico, de decadencia cultural, autocensura moral y anacronismo político.

La intención de Ciutadans fue contribuir a su renovación y qué duda cabe de que los 90.000 votos obtenidos por el nuevo partido abren una esperanza considerable. Sobre este resultado político quiero subrayar algo. Es evidente que prueba, y de un modo brillante, la hipótesis de partida de todo el proceso, esto es, la existencia de un déficit de representatividad política en Cataluña. Pero si el resultado hubiera sido otro, menos positivo, la fundación de Ciutadans habría tenido sentido igualmente. Porque Ciutadans nació del más legítimo trabajo intelectual, que es el de construir una hipótesis con los datos disponibles y ponerla a prueba. En este sentido deberían serenarse las conciencias y las lenguas sueltas: porque la labor del intelectual (y ésta en particular) es tan prosaica y humilde como la prueba del algodón. ¡El algodón no engaña! En efecto, no engaña: el cristal catalán (o el crisol: como les gusta decir a los integradores) estaba y está sucio.

El que la empresa intelectual sea en realidad una empresa humilde no la libera de riesgos. Yo no olvido en nombre de quién nos ha sido concedido este premio. Fue un hombre, un periodista que luchó por la civilización del espacio público y que en el espacio publicó murió asesinado, una mañana de lluvia, viniendo de recoger los periódicos. Decía Orwell: «Entiendo por nacionalismo el hábito de suponer que los seres humanos pueden ser clasificados como los insectos». Es exacto. Clasificados, y aplastados como insectos. Continuaba Orwell: «Todo nacionalista acaricia la idea de que se puede cambiar el pasado».

Y no.
Existe la verdad objetiva.
Frank Gardner está inválido.
José Luis López de Lacalle está muerto.
La alegría de recibir este premio siempre acabará empotrada en la amargura.

Arcadi Espada es periodista, escritor y columnista de EL MUNDO.
Comunicación, El Mundo18 noviembre 2006

0 comentarios: