sábado, 22 de enero de 2011

Pasillos. Por Alfonso Ussía

Para ser diplomático no basta con ser amigo de Trinidad Jiménez o recomendado de Leire Pajín. Hay que estudiar una carrera universitaria con altísima nota media. Preferentemente Derecho o Económicas. Hablar a la perfección dos idiomas con independencia del español. Los hay que dominan tres, cuatro y hasta cinco lenguas. Superar una dura oposición y, de aprobarla, sentirse anímicamente preparado para afrontar una vida al servicio de España en la lejanía. El diplomático es un alto funcionario del Estado, un profesional que siempre defiende los intereses de su nación sea cual sea la ideología y la política del Gobierno de turno.

«La Carrera», que así la denominan los diplomáticos, se consideraba un privilegio décadas atrás. Un privilegio ganado a pulso, pero que conllevaba una distinción social y un prestigio permanentes. En la actualidad, «La Carrera» se ha convertido en un ir y venir por los pasillos del Ministerio de Asuntos Exteriores, por la cantidad de diplomáticos competentes que deambulan por ellos en espera de un destino. La ministra Jiménez, la eterna y sonriente perdedora en todo, está supliendo a los profesionales de la diplomacia por sus amigos y enchufados, no sólo en los destinos en el extranjero, sino en responsabilidades internas de la casa. A los diplomáticos de carrera no se les considera. Bastante tienen con que sean tolerados sus pasos perdidos por los pasillos en los que se distribuyen los despachos de los amigos de doña Trini.


En el franquismo hubo diplomáticos de izquierdas que no se toparon jamás con obstáculos para desarrollar su profesión. Y también de derechas que no por serlo, ascendieron con más rapidez que los demás. La lealtad a España, la defensa de sus intereses y la responsabilidad y competencia en el trabajo eran los requisitos que se les exigían a los hombres y mujeres de nuestra diplomacia. Existieron embajadores políticos en casos excepcionales, y la verdad es que una gran mayoría de ellos dieron también un excepcional resultado. A ese espacio de excepción en «La Carrera» tan sólo concurrían personalidades indiscutibles. Siempre han existido. Pero no tantos como en la actualidad. Y los diplomáticos de profesión siempre los aceptaron por su valor coyuntural, sabedores de que eran los menos. Las embajadas y consulados de España distribuidos por todo el mundo estaban mayoritariamente servidos – la diplomacia es un servicio–, por diplomáticos. Hoy, los diplomáticos van y vienen por los pasillos, suben y bajan las escaleras del Ministerio, piden permiso para entrar en despachos ocupados por quienes no tienen ni idea de política exterior y si han servido a España con Aznar de Presidente de su Gobierno, son tratados como sospechosos e incluso, como enemigos. Con Aznar, a Moratinos y Belarmino León se les consideró respetuosamente y de acuerdo a sus méritos, que fueron muchos.

Pero ahora, con esa señora que fue ministra de Sanidad sin saber en que consiste una inyección intramuscular y en la actualidad lo es de Asuntos Exteriores por haber perdido las primarias de Madrid contra el pobre Gómez, decenas de diplomáticos penan por los pasillos en espera de un destino limosnero, mientras los enchufados mandan y ordenan. El prestigio de «La Carrera» se derrumba fuera de España. A este paso terminarán siendo embajadores –escrito sea con todo mi respeto–, hasta los electricistas del cine o los cámaras de televisión.


La Razón - Opinión

0 comentarios: