domingo, 26 de diciembre de 2010

Vocación de consenso. Por Ignacio Camacho

El único que cree en las virtudes de la unidad es el Rey, que cada año las predica en el desierto de Nochebuena.

EL consenso es un pacto político que implica concesiones mutuas en beneficio de un interés común, y por tanto requiere como condición esencial una convicción sincera sobre la necesidad de alcanzarlo. Luego hace falta voluntad de acercamiento, respeto al adversario y una confianza cierta y honorable en la observancia de los eventuales acuerdos. En el actual escenario político español no se observan la mayoría de estos requisitos ni siquiera como hipótesis, por lo que el consenso resulta apenas un bucle melancólico de la Transición, una añoranza retórica propia de los discursos del Rey y de los miríficos propósitos del espíritu navideño.

Aunque Zapatero y Rajoy despidieron el año parlamentario con una esperanzadora aproximación teórica sobre la defensa de los intereses nacionales en Europa, no conviene llamarse al optimismo respecto a un clima de entendimiento en el último tramo de la legislatura. La desconfianza de ambos es manifiesta y el mandato zapaterista se halla en estado terminal. El presidente se ha pasado seis años destruyendo cualquier posible sustrato que quedara vigente en el pacto constitucional, y el jefe de la oposición ha identificado a su oponente como el principal obstáculo para una normalización del país. Sus intervenciones de la víspera de Navidad exigirían en buena lógica una inmediata cita para negociar términos concretos de compromiso en torno a un programa de acción compartida, pero la proximidad de elecciones y el recelo acumulado aventa cualquier atisbo de esperanza. El consenso va a seguir siendo un concepto abstracto que sirve para que unos y otros se reprochen la falta de vocación unitaria.


El único que de veras cree en las virtudes de la unidad es el Rey, que sabe por propia experiencia lo que valen y cada año las predica en el desierto de su intervención de Nochebuena. La reacción de los dirigentes de guardia en cada partido pone de manifiesto en seguida que cada cual oye sólo lo que le interesa; con perífrasis elusivas para que no se note demasiado la intención sectaria arriman las palabras del monarca a sus prejuicios inmóviles. Ni por asomo se avienen a darse por implicados en los exhortos de la Corona, que aprovechan para deslizar implícitos reproches sobre la responsabilidad del adversario. Del consenso sólo les interesa destacar la imposibilidad de encontrarlo, por culpa del otro, claro está. Ni un gesto, ni una concesión, ni una expresión autocrítica, ni una vaga promesa de vocación integradora. En esta política enferma de tacticismo no existe otra prioridad que la de la conveniencia inmediata. Y estando por medio el poder a quién, salvo a don Juan Carlos —que no se presenta a elecciones—, podría interesarle otra cosa que no fuese la lucha por conseguirlo o disfrutarlo.

ABC - Opinión

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