lunes, 8 de noviembre de 2010

La herida del felipismo. Por Gabriel Albiac

Felipe González corrompió el alma de este país. No conozco nada igual en el siglo que fue el mío.

EL tiempo, dice Ovidio que con su paso todo lo amansa y todo lo hace estéril. Leo la larga entrevista en la cual Felipe González confiesa cosas que cualquier ex gobernante europeo juzgaría demasiado horripilantes para ni siquiera pensarlas, no digo ya para pronunciarlas en voz alta. Y no me irrita siquiera. Pobre diablo, que no es más que un muerto en vida. No muy distinto de cualquiera de los de nuestra edad. «Todo lo puede mitigar el tiempo que escapa con paso silencioso».

Felipe González corrompió el alma de este país. No conozco nada igual en el siglo que fue el mío. Pero eso sucedió cuando aún no era este viejo penoso, al cual leo enunciar necedades como puños, pero que es ya inofensivo. Me da pena. Tal vez solo porque tampoco tengo yo muchos menos años que él, y porque puede ser que dentro de muy poco mis neuronas anden tan reblandecidas como las suyas.


Cuando corrompió el país, debía de andar por la segunda mitad de la treintena. Nada había tenido que ver con la resistencia clandestina contra el franquismo, que fue cosa que hicimos cuatro gatos comunistas condenados a estrellarnos contra todos los muros: yo me acuerdo, sin embargo, de aquellas gentes con invulnerable cariño. Los del PSOE, reinventado por la banda de González, vinieron a embolsarse cuanto los servicios de inteligencia americanos y alemanes les iban colocando amablemente en el bolsillo a cambio de evitar una segunda revolución portuguesa en la Península. Les salió bien. Enhorabuena. No estaban obligados a haber secuestrado, asesinado, ni robado luego. No era necesario que se enfangaran en el GAL ni en Filesa. Si le hicieron, sería porque les gustaba. Así es la condición de los hombres.

Ayer, el provecto Presidente se despachó de un modo asombroso. La edad, bien es cierto, nos hace desbarrar a todos. Pero, contar delitos de tal envergadura, que un ex presidente los cuente con tal cinismo, al calor solo de la certeza de que han prescrito, es algo que hiela el alma. Si es que algo de alma nos queda todavía, que lo dudo.

Porque es delito eso que cuenta con deleite vanidoso: haber desplegado en Francia un operativo de policía española con la misión de volar mediante bomba a la dirección de ETA, ya que Francia no la detenía. Se puede consumar eso, claro está. Si uno está dispuesto a declarar la guerra a Francia. No se hizo, lamenta hoy el anciano González. No parece, sin embargo, dar mayor atención al hecho de que el despliegue mismo, sin autorización francesa, del operativo fuese ya delictivo.

Porque llamar «detención de Segundo Marey» a lo que hizo el ministerio del Interior es mucho más que un insulto, cuando se habla de un hecho juzgado, condenado y con sentencia firme ratificada en Estrasburgo: el secuestro de un ciudadano por orden de un ministro de Interior del Gobierno socialista presidido por Don Felipe González.

Hablé demasiado de él en otro tiempo. Ahora preferiría soñar que ni él ni lo que él hizo de nosotros existió nunca. Este país había salido de la dictadura cargado de esperanzas. No fueron los involucionistas del franquismo quienes le quebraron el espinazo. Se lo quebraron aquellos de quienes se esperaba todo. Y que sólo supieron delinquir en beneficio propio.


ABC - Opinión

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