sábado, 3 de julio de 2010

Volvemos a Perpiñán. Por M. Martín Ferrand

Sin la cobertura del «hecho diferencial», los partidos nacionalistas se quedarían en algo menos que nada.

ALGUNOS, por razones generacionales y caprichos dictatoriales, perdimos una parte de nuestra juventud en viajes a Perpiñán, la vieja capital del Rosellón, para ver películas y comprar libros prohibidos en la España de la época. Es posible que El último tango en París, la peor de las películas de Bernardo Bertolucci, y los libros de Jesús Ynfante sobre el Opus Dei, editados por Ruedo Ibérico, le produjeran a ese lugar del sudeste francés, en los sesenta y setenta, más ingresos que cualquiera de los muchos atractivos turísticos del lugar. Toda prohibición política, tanto más cuanto menor sea su fundamento, da paso a una industria derivada de su no observancia y así fue entonces como, lamentablemente, volverá a ser ahora. Los efectos de los nacionalismos son siempre empobrecedores.

La nueva Ley del Cine en catalán, ya aprobada por el Parlament, obliga a las distribuidoras cinematográficas a doblar, también en catalán, las películas dobladas al castellano que quieran exhibirse en Cataluña. Eso tiene un coste que difícilmente puede absorber la recaudación de las taquillas y, en consecuencia, las grandes películas internacionales, Hollywood incluido, se proyectarán en los cines de Cataluña en su idioma original. Quién quiera, además de verlas, oírlas en castellano tendrán que repetir la ceremonia impuesta por el franquismo: acercarse a Perpiñán y, después de dar una vuelta y admirar la catedral de San Juan Bautista o la Lonja —igualita que la de Valencia—, meterse en un cine para ver, en un idioma cinematográficamente proscrito en las cuatro provincias catalanas, Piratas del Caribe III o cosa parecida.

La Unión Europea sostiene la libre circulación de las personas y los capitales. Un dentista de Frankfurt puede establecerse en Andújar y un topógrafo siciliano irse a trabajar, con su teodolito bajo el brazo, a Copenhague; pero lo que resulta inadmisible para la defensa de la identidad catalana, y así lo entienden el Parlament y el Govern, es ver a Clint Eastwood en Sabadell con la voz prestada por Constantino Romero. Concuerda un despropósito de esa naturaleza con la realidad que, contra el sentir general de la sociedad catalana, tratan de inventar e instalar unos partidos nacionalistas que, sin la cobertura del «hecho diferencial», se quedarían en algo menos que nada. Lo único sorprendente es la falta de reacción social ante semejantes memeces y el disimulo electorero con que se enfrentan a la situación los partidos, especialmente el PP y la franquicia catalana del PSOE, que se dicen nacionales. Tanta Transición y tanta historia para terminar volviendo a Perpiñán a ver películas.


ABC - Opinión

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