COMO aquel caballero Agilulfo de Italo Calvino, cuya incorpórea existencia discurría en el interior de un yelmo vacío, Manuel Chaves pugna por el desafío ontológico de demostrar que es un político real con funciones y competencias y no un espectro del zapaterismo ni una entelequia administrativa envuelta en la carcasa de lujo de una vicepresidencia fantasma.

Acostumbrado durante veinte años a la hegemonía soberana de un califa socialdemócrata ha tenido que vivir la experiencia metafísica de ascender desde el ser hacia la nada, transustanciado en la pompa hueca de la orla que pronto envolverá un retrato muy formal como huella más visible de su estancia en la jerarquía del Estado. Si al menos se tratase sólo de eso podría pasar por un tránsito ineludible entre el verdadero núcleo del poder y su expresión más superficial y retórica, pero de un tiempo a esta parte su hornacina de prejubilado santón tardofelipista se ha convertido en el símbolo del despilfarro. Su abstracta indefinición y su gaseoso cometido chocan de frente contra el clamor general por una Administración más delgada y una dieta de ajustes contra la grasa del déficit; desprovisto de agenda, carente de desempeño y ayuno de encargos, la oposición lo contempla como el inquilino irregular de un departamento superfluo.
En realidad, el cargo de Chaves no es mucho menos accesorio que los ministerios de Vivienda o Igualdad, pero su rango brilla con más fuerza en el dispositivo simbólico de la nomenclatura zapaterista. Hace tiempo que la hipertrofia de la España autonómica ha vuelto redundante a buena parte del inflado organigrama del Gobierno; en vez de afinarlo con una poda de pragmatismo, el presidente ha optado por construir estructuras políticas triviales cuya función apenas trasciende la retórica de su propio enunciado. Mientras el Estado vivía en una engañosa opulencia esta huera arquitectura institucional podía resistir con mayor o menor soltura las críticas a su escasa utilidad; ahora que pintan bastos de estrechez aparece a ojos de la opinión pública como un inaceptable exceso de vacuidad y, sobre todo, como una carga presupuestaria prescindible.
Para quien fuese omnímodo virrey de una Andalucía en la que no se movía una hoja sin su visto bueno, este zarandeo cotidiano que lo señala como epítome del derroche ha de constituir un amargo sinsabor moral que pone epílogo ingrato a una carrera tan victoriosa como amortizada. Zapatero lo engatusó para jubilarlo con un señuelo de oropel que escondía un cepo de acero, y en cualquier momento puede prescindir de él con la displicencia de quien le echa a las fieras un bocado para apaciguarlas. Más duro que ese final acaso resulte este cerco que lo reduce a la mera ornamentalidad, al triste rol de un destino decorativo y excusable, sin la porfiada voluntad de excelencia con que al menos el caballero Agilulfo era sin ser en el interior de su armadura andante.
Para quien fuese omnímodo virrey de una Andalucía en la que no se movía una hoja sin su visto bueno, este zarandeo cotidiano que lo señala como epítome del derroche ha de constituir un amargo sinsabor moral que pone epílogo ingrato a una carrera tan victoriosa como amortizada. Zapatero lo engatusó para jubilarlo con un señuelo de oropel que escondía un cepo de acero, y en cualquier momento puede prescindir de él con la displicencia de quien le echa a las fieras un bocado para apaciguarlas. Más duro que ese final acaso resulte este cerco que lo reduce a la mera ornamentalidad, al triste rol de un destino decorativo y excusable, sin la porfiada voluntad de excelencia con que al menos el caballero Agilulfo era sin ser en el interior de su armadura andante.
ABC - Opinión
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