miércoles, 12 de mayo de 2010

Gorrones del presupuesto. Por Ignacio Camacho

CUALQUIER becario recién licenciado en administración de empresas podría indicarle al Gobierno cómo recortar cinco mil millones de euros en una Administración agigantada hasta la elefantiasis, sin tocar un céntimo de las prestaciones sociales.

Cándido Méndez, sin embargo, esa minerva de la economía de Estado que pasa por ser el cuarto vicepresidente de facto, se apresuró ayer a sugerir una subida de impuestos para cumplir con el liviano ajuste suplementario impuesto por Bruselas como contrapartida de su plan de rescate financiero. Por fortuna, aunque el presidente suele mostrarse muy receptivo a los consejos de Méndez, es poco probable que se atreva a seguirlos esta vez, habida cuenta de que tanto como la paz laboral necesita la complicidad electoral, últimamente muy comprometida pese a los brotes verdes aparecidos en la cocina del CIS. Pero el argumento de la presión fiscal ya ha empezado a circular entre los gorrones del presupuesto, reticentes a cualquier clase de recorte que pueda mermar los privilegios y prebendas de una casta empotrada en el aparato del poder y sus hipertrofiados mecanismos de gasto. El sofisma consiste en contraponer prestaciones sociales a reducción del déficit, como si no fuese posible podar el dispendio administrativo sin necesidad de suprimir las coberturas asistenciales.

Para aligerar la carga financiera del Estado no es menester siquiera revisar las subvenciones a los sindicatos, que tampoco estaría de más. Bastaría con suspender la mitad de la financiación adicional -1.700 millones- entregada hace pocos meses a las autonomías para sufragar su voracidad sin fondo. O eliminar una pequeña parte de las 2.000 empresas públicas que eluden en todas las administraciones el control de los interventores de cuentas. O disminuir el ritmo de crecimiento de la plantilla funcionarial, incrementada en 100.000 efectivos en los últimos años. O prescindir de las legiones de asesores y adjuntos que en cualquier gobiernillo uniprovincial rodean a su también superflua pléyade de altos cargos. O renunciar a caprichos faraónicos de palacios presidenciales y otras sedes representativas. Por no hablar de las embajadas autonómicas, eventos institucionales o estrafalarios convenios de cooperación que cada semana aparecen en los boletines oficiales. En todo ese entramado de intereses se derrama un enorme fluido dinerario por el sumidero de un Estado que no se debería permitir tal derroche de nuevo rico ni siquiera en tiempos de bonanza económica, pero que en circunstancias de apuro tiene el imperativo social y moral de adelgazarse a sí mismo. Lo que sucede es que al pairo de la prosperidad hemos construido una sociedad clientelar acostumbrada a vivir de la malversación presupuestaria. Y a los beneficiarios de esa red se les hace ahora un mundo cumplir con la exigencia de austeridad y renuncia que cualquier familia o empresa privada lleva al menos dos años aplicándose sin alharaca.

ABC - Opinión

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