miércoles, 10 de marzo de 2010

La comida. Por Alfonso Ussía

En las semanas previas al primer y gran batacazo del Tribunal Constitucional, el que fuera su presidente García Pelayo, visitó y compartió mesa y mantel con Felipe González en La Moncloa. Estaba en juego la independencia de la Justicia. Y la Justicia perdió la partida. Con el voto de calidad, después de producirse un empate a seis entre los magistrados, el Tribunal Constitucional dio por buena la expoliación de las empresas y bienes de Rumasa. Más tarde, avergonzado y superado por las circunstancias, García Pelayo se marchó a Venezuela, donde falleció. Pero su voto de calidad terminó con el prestigio del Alto Tribunal y los españoles nos apercibimos de una realidad pavorosa. La política mandaba en su seno y el compromiso personal voló por encima de la propia Justicia. Eso, los almuerzos, las copas, la camaradería, los chistes en los postres, el gracejo, y el «¡Gracias, Manolo, por tu ayuda!».

Los encuentros institucionales con solomillo de por medio están muy bien, pero hay que ajustar su celebración a la oportunidad. Días atrás, en la sede del Consejo del Poder judicial, su presidente, Carlos Dívar, ofreció un almuerzo al presidente del Gobierno, a la presidenta del Tribunal Constitucional y los presidentes del Congreso y el Senado. Horas después de la interesante y amena comilitona, Zapatero y Bono presionaron a los jueces en beneficio de Garzón. Y esas presiones asustan a la sociedad.

Dívar es un jurista íntegro y los que le conocen aseguran que también es persona de altas bondades y tolerancias. No creo que el presidente del CGPJ admita presiones, por abrumadoras que sean. Nadie puede estar por encima de las leyes, incluidos los jueces. Y nadie puede intentar someter la imparcialidad de los jueces, incluido el presidente del Gobierno. Y menos aún, en presencia de José Bono, el íntimo de Garzón. Fue don Baltasar, a instancias de don José, el que montó el tinglado del lino. Aquello le costó la vida a más de un inocente –el Supremo lo echó por tierra–, y torturó a una política de excepcional honradez, Loyola del Palacio, que se fue de esta vida con anterioridad a la reposición de su honra. José Bono fue el que tuvo la feliz idea de llevarse a Garzón a la política y al PSOE. Se presentó con el número 2 por Madrid y toda suerte de promesas, que Felipe González incumplió. Fue cuando el justo, ponderado y nada rencoroso Garzón se reincorporó a la Audiencia Nacional e inició sus embestidas a su anterior promotor con el GAL. Garzón ha sido un fracasado de la política, cuando es la política el espacio que más le gusta e interesa. Ahora se ha inventado que es víctima del PP y la derecha, cuando los que le han empapelado son jueces de indudable tendencia izquierdista.

Esa comida tendría que haber sido suspendida por inoportuna. Eso, lo de la mujer del César. Dívar no hablará, pero no me cabe la menor duda, conociendo el personal, que Garzón fue el invitado invisible en aquel desajustado almuerzo institucional. Garzón es poderoso, y está moviendo Roma con Santiago para recuperar un prestigio que queda muy lejano, casi en el olvido. Le apoyan los de la ceja, algún torero y los fotógrafos de los burladeros de Las Ventas. Pero también los dueños de la boina del poder. Y Dívar tiene la obligación de manejar su agenda con delicadeza y tino. Con Garzón por medio, meter en el CGPJ a Zapatero y Bono, equivale a abrir las puertas a la coacción y la anormalidad. No mental, sino democrática.


La Razón - Opinión

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