miércoles, 24 de febrero de 2010

Guardar las distancias. Por M. Martín Ferrand

ESPELUZNA la ligereza con la que muchos de los santones de nuestra vida pública reclaman un «pacto de Estado» para atajar la crisis que nos sacude y compensar con él las escaseces que evidencia el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

Tendría sentido, aquí y ahora, un pacto de tal naturaleza, especialmente entre el PP y el PSOE, si se tratara de generar grandes transformaciones en los supuestos fundamentales de nuestra convivencia. Por ejemplo, una revisión constituyente de la Constitución del 78 que pusiera limites al vigente Título VIII y reservara para la Administración central del Estado competencias insensatamente transferidas a las Autonomías y la derogación del espíritu del «café para todos», constituiría un gran bien para la Nación. Justificaría sobradamente el esfuerzo y las renuncias que para conseguirlo tuvieran que hacer los dos grandes partidos que, con más o menos fundamento, siguen diciéndose nacionales y los periféricos que, en alarde de buen sentido y servicio a sus electores, quisieran sumarse a tan saludable, benéfico y meramente hipotético proyecto.

Por el contrario, y por graves que sean las crisis social y económica que nos sacuden, el pacto entre los dos partidos en los que se sustenta la posibilidad de la alternancia para atajar problemas de mero gobierno resultaría insensato y temerario. Cada palo político debe aguantar la vela de sus propias decisiones para que los ciudadanos que practican el voto inteligente, no el de la adhesión inquebrantable, puedan observar las diferencias y, sobre todo, para que un probable fracaso gubernamental, como el que ya esboza el PSOE, no nos deje huérfanos de posibilidades y relevos. De ahí que resulten alarmantes algunos chascarrillos en circulación, al estilo de los de Esperanza Aguirre, la presidenta que prefiere la política nacional a la autonómica con la que está comprometida. Su insistencia en que el PSOE debiera entregarle al PP las carteras de Trabajo y Economía en razón de lo bien que, en sus días, lo hizo José María Aznar es un chiste sin gracia. El mayor de los males democráticos que pueden generarse en una partitocracia escasamente representativa, como la nuestra, es la concupiscencia entre las fuerzas en presencia. Es lo más parecido al partido único. Instalados todos en el centro y sin más ideología que el Estado de Bienestar, dos -a falta de tres o cuatro- son mejor que uno.

ABC - Opinión

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