domingo, 17 de enero de 2010

Haitíes. Por Ignacio Camacho

CUANDO Haití vuelva, si vuelve, a la normalidad previa al terremoto, cuando los muertos sean enterrados y los heridos reciban mal que bien sus curas, cuando regresen el agua y la electricidad, cuando los escombros se retiren y los edificios hundidos se reconstruyan, cuando se marchen las fuerzas de socorro y sólo se queden las oenegés que ya estaban allí antes de la tragedia, cuando la confortable sociedad biempensante relegue la catástrofe porque deje de verla en los telediarios, ese pequeño país antillano tornará en el mejor de los casos a la demoledora realidad social que vivía antes de que la tierra temblase en Puerto Príncipe: un euro diario de renta per cápita, un sistema político corrompido, un tejido educativo inexistente, un producto interior irrelevante, una cultura de supersticiones premodernas, una miseria estructural enquistada en una historia de subdesarrollo extremo y de pobreza sin alivio. Allí, al lado mismo de la Romana de las vacaciones todo incluido. Eso es lo que era Haití antes de que Occidente se conmoviese ante la hecatombe sísmica, como tantas otras naciones y territorios que sólo surgen en el mapa de nuestra conciencia moral cuando una calamidad desproporcionada o una guerra particularmente atroz los traen por unos días al primer plano de unas sobremesas atribuladas por la caída de la Bolsa o las dificultades del crédito hipotecario.

Por eso de nada servirá toda esta bienintencionada sacudida solidaria, esa sincera generosidad anónima del parado o del mileurista que dona unos euros que no le sobran, si no cuaja en un estado de opinión pública estable que empuje a abordar en serio la reconstrucción de un país que apenas si existía como tal antes de que comenzase a importarnos. Si todo ese emotivo caudal de ayuda no se canaliza en la planificación de un Estado decente. Si el egoísmo de la alta política se enreda en pulsos de influencias y liderazgo. Si los contritos jefes de Estado y Gobierno que ahora aparecen promoviendo conferencias de socorro con expresión sombría olvidan su repentina conmoción cuando decaigan las encuestas. Si se desvanece tan pronto como de costumbre la volátil preocupación que estas tragedias siembran en nuestra mala conciencia de privilegios en crisis.

Es una bonita, tranquilizadora virtud la de la solidaridad. Y evita preguntas incómodas porque las catástrofes no se comentan: se socorren. Pero esos desheredados que parecen interpelarnos como espectros entre las ruinas y cascotes de sus casas, esos haitianos harapientos a los que anhelamos enviar ayuda sanitaria nos molestan sobremanera cuando buscan vivienda junto a la nuestra o toman turno antes que nosotros en el ambulatorio de zona. Y sin resolver esa severa contradicción interior no servirá de mucho esta súbita, urgente cosquilla de lejana fraternidad angustiada que nos ayuda a olvidar los haitíes que rodean nuestras propias casas.


ABC - Opinión

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