lunes, 25 de enero de 2010

«El Baltasar», sin problema. Por Gabriel Albiac

ES terrible que la policía cometa un acto delictivo. En una democracia. Es terrible y trivial. Va en la lógica material de las cosas que el poder abuse de sus recursos. Que abuse infinitamente, cuando ese poder es infinito, como sucede en los Estados modernos -sea cual sea su forma política específica-, que son la mayor concentración de poder material y simbólico que ha conocido la historia humana. Es terrible y trivial: no rompe la integridad constitucional, precisamente porque la integridad constitucional prevé esa lógica y fija una red de controles y castigos ejemplarmente duros para tal tipo de violaciones. A eso se llama división y autonomía de poderes, desde que Montesquieu cristalizó su bella fórmula: «es preciso que, por la fuerza de las cosas, el poder contrarreste al poder». Pero, aquí, Montesquieu fue asesinado en los años ochenta por una patulea de analfabetos arrogantes y cursis. Es terrible y trivial que el ejecutivo delinca. Pero, si se da un paso más, si quien incurre en delito -o quien lo encubre- fuera un juez, si lo hiciera al dictado del poder político, y si el delito quedara impune..., entonces sí, la democracia habría sido destruida.

Lo que pudo haber hecho -de momento, no hay más que indicios, pero ¡cuán aplastantes!- un sector de la cúpula policial en el delito -que no «caso»- Faisán es envilecedor para quienquiera fuese el que dictó la orden. Si ese quienquiera acaba en presidio, en nada habrá sufrido el sistema de garantías democrático: el ejecutivo, a través de sus aparatos específicos de control y violencia, habría infringido gravemente la ley y habría sido, en la proporción misma, castigado conforme al código: las penas para un delito de esa envergadura son altas. Si ese quienquiera no es siquiera llevado ante los jueces, todos despertaremos empantanados en un estercolero. Si quien hubiese decidido que así sucediera fuese un magistrado, entonces más nos vale salir todos en fuga hacia el exilio, antes de que el edificio entero del Estado se nos caiga encima. Y que nadie se engañe, no existe catástrofe natural que se compare en crueldad a la devastación que eso produce.

En otro país del occidente de Europa, suponer siquiera algo así revelaría quizá mala voluntad o excesivo puntillismo. Pero aquí vivimos en el Estado que viene de los GAL; pero aquí es ministro del Interior un hombre de Felipe González. Y después del GAL, de Amedo, Vera, Barrionuevo, González y compañía..., sospechar de quien gobierna es un deber ciudadano. Que alguien que fue ministro con González pueda impunemente regir el ministerio del Interior es algo que helaría la sangre a cualquier habitante de un país con tradición garantista; aquí, ni siquiera nos asombra. En otro país del occidente de Europa, que un magistrado pudiera hacer la diezmillonésima parte de lo que ha venido haciendo Garzón, provocaría una crisis total de Estado; aquí, sólo produce una siniestra risa histérica. No hay un solo ciudadano que esté a salvo -aunque tantos, con ingenuidad, crean estarlo- mientras que un policía pueda tranquilizar a otro, que teme ser cazado por la ley, con ese compadreo de coleguis que transcribía ayer el titular de ABC: «Tranquilo, que con el Baltasar no hay problema».

No. No hay problema con «el Baltasar». Él solo es el problema. Y yo no sé, desde luego, cómo terminará esta historia. Sé -porque eso son verdades que se aprenden en la biblioteca, de la cual ya apenas salgo- que, en el punto al cual llegaron las cosas, la alternativa es: o Faisán o democracia. Asisto a esa paradoja con asco. Con curiosidad académica también. ¿A qué ocultarlo?


ABC - Opinión

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